Revista Cultura y Ocio

El apabullante peso de las palabras.

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez
El apabullante peso de las palabras.
Nuestro familiar diccionario on  line Wikidedia defina la comunicación como "el proceso mediante el cual se puede transmitir información de una entidad a otra. Los procesos de comunicación son interacciones mediadas por signos entre al menos dos agentes que comparten un mismo repertorio de signos y tienen unas reglas semióticas comunes."
Lo saco a colación  porque, confieso, me parece estar sufriendo importantes problemas de comunicación  con mis semejantes más próximos. En realidad debo acotar el repertorio de signos al habla y sus elementos: las palabra hablada y las reglas de la semiótica en la conversación.  Comunicación implica: emitir y recibir, hablar y escuchar. Para que esta interactividad sea justa hay que ponderar tiempos, contenidos, hay que ser equitativos en el uso de la palabra, repetar los turnos y adecuar mutuamente entre emisor y recetor de los procesos implicados  (codificación-decodificación).
En mi caso (como muchos otros) encaro este proceso desde una clara desventaja: en el canal auditivo-verbal mis órganos receptores, los oídos, presentan una capacidad deficiente (hipoacusia neurosensorial media). Esto no impide una conversación aceptable en un ambiente relajado y sin ruidos con una o dos personas; pero en una reunión más numerosa, o con ambiente bullicioso, o conversaciones superpuestas, o acústica inadecuada, o hablas rápidas o deficientes; pierdo o confundo fragmentos que me hacen trabajosa e insatisfactoria la experiencia. Cuando sobrepasa ciertos límites se hace odiosa y llega un momento en que te invade la frustración y la rabia, llegando a asumir sentimientos de incompetencia e idiotez. Uno trata de informar a sus semejantes, les advierte, les muestra sus dificultades y su desagrado pero el hábito se impone y las conversaciones, los sitios, las costumbres de siempre vuelven a regir el proceso en nuestra forma habitual (muchas veces a voces,  volviendo al sitio más ruidoso -"el ambiente", dicen- , en cuestión de minutos, a veces segundos). Uno acaba por rendirse y emprende el camino hacia la misantropía.
Malo, de por sí, aún es peor si tu oído es taladrado por un tínitus continuo, por un chorro de vapor que parece viejo como el mundo. Este silbido que te perfora se añade a los sonidos del emisor voviéndose aún más trabajoso y difícil su descifrado. El acúfeno, por otra parte, penetrante y enloquecedor, te agota psiquicamente, interfiriendo en todo proceso mental (no solo comunicativo).
Si a esto añadimos un pensamiento reposado, posibilista, paralelo más que secuencial, obtenemos una capacidad de elaborar respuestas pausada, comprobadora, lenta. En otras  palabras que "dado el costo yo no hablo gratis". Me pienso las intervenciones y, sólo después de bien meditadas, me decido a comunicarme. Sin embargo, muchas veces, he de dedicar toda mi capacidad de proceso a decodificar mesajes irrelevantes, frases intrascendentes, fórmulas sociales sin valor comunicativo alguno... Normalmente llego a olvidarme de mis propios pensamientos en aras de entender necedades que nada me dicen pero que al emisor que tengo enfrente le producen un placer evidente. Ese cotorreo de secuencias-basura, de reduplicaciones, de tantras locutivos me pone de los nervios. Con lo que cuesta desifrar un mensaje se me hace insoportable que lo inflen de aire: ¡al grano!
Tan costosa me es la comunicación-recepción que me reservo la mayor parte de las energías (y el uso del audífono) para el trabajo y las reuniones sociales más importantes.
Los castigos sociales a que te condena una sociedad como la española (vocinglera, coral, llena de estereotipias verbales) son devastadores. La soledad y la depresión es la pena menor. Siento como una dictadura el apabullante peso de las palabras de las personas con verborrea incontenible (confieso que muchas veces me da igual  que tengan razón o no, lo que quiero es que se callen). Por poner un símil: en la mínima cobertura de mi móvil producen una saturación de líneas.
Estoy seguro de que el uso de la palabra es una de las más poderosas y sutiles formas de manipulación. Desde el efecto de primacía (la primera intervención) al de recencia (última intervención) -ojo en las asambleas con los que piden siempre estos turnos de palabra-, hasta el abuso del turno (el típico pesado que agota los tiempos para que nadie más pueda intervenir -conozco muchos directores que aplican esto en los claustros), pasando por la creencia de estereotipos como que "el que calla otorga", o incluso la presentación manipulada de la información (la "letra pequeña" de una exposición donde se cuela lo que pretendemos imponer) . No os engañéis: ninguna comunicación es inocente.
Por eso permitidme que os escuche atento pero crítico, justo pero desconfiado, callado pero exigente... y permitidme también que os hable: celoso de mi turno, escueto y preciso en lo posible; y por pavor, permitid que me equivoque, dadme la oportunidad de elaborar un mensaje erróneo. Tengo tanto derecho a equivocarme como el que más: al fin y al cabo me he tragado tantos procedentes de vosotros sin rechistar tantas veces...

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