En la vida, a veces, pasan cosas extraordinarias. No es lo habitual, nadie podría aguantarlo, pero sí ocurre de vez en cuando. Algo para lo que no creemos estar preparados y que te gira la cabeza y arrambla con todo.
Vamos, que en abril fui padre. Los asiduos a este blog ya lo saben, pero me gusta recordármelo.
Se me ha permitido asistir a todo el proceso, desde el principio hace once meses, pero es obvio que no como actor principal. Solo faltaría. "Supporting role" es un nombre que creo que le viene bastante bien a lo que he estado intentando hacer todo este tiempo. No pido el Oscar. Todavía.
Y entre esas labores de soporte está la del papeleo. Papeleo que también he hecho a gusto. Nunca imaginé (la vida, las cosas extraordinarias) que accedería de buen grado a estas labores, pero la alternativa era encargarme yo de la otra parte, esa en la que expulso cosas, sangro mucho y me cosen los bajos. Por una cosa o por otra prefiero la burocracia, llámenme tonto. Aprovecho para decir que no todos los papeleos han sido un infierno (y eso que para mí todos lo son, TODOS): la inscripción del recién nacido ( Martí, para los desinformados curiosos) se pudo hacer en el mismo hospital. Basta con tener los DNIs paternos, rellenar un formulario y lucir una amplia sonrisa (esto último es opcional, pero se agradece, coño). Al cumplimentar el impreso, en la parte del nombre completo del hijo bendito y adorado, puse primero el apellido materno y luego el mío, el sacrosanto, orgulloso, original y poco común Rodríguez. Era algo que ya venía rumiando, pero que después de asistir en la zona de guerra al festival de sangre, sudor, lágrimas y sutura, complemento perfecto de los nueve meses de náuseas, dolores de piernas y espalda, dieta y pies ocultos, me pareció inevitable. Ese día me habría sentido Martínez el Facha si llego al mostrador y le digo a la atenta administrativa "Ha nacido un Rodríguez". Con dos cojonazos. Me pudo la vergüenza. Con motivo.
Lo sé. Hay mil razones para elegir un orden de apellidos que anteponga el paterno. Escojan una. En ninguna de ellas aparece mi Rodríguez. Para mí era fácil. Pero después de leer el otro día que, a pesar de que hace ya cuatro años que en España el apellido paterno ya no tiene prevalencia (y la opción de anteponer el materno existe hace muchos más años), solo el 0,5% de los niños nacidos en los últimos cinco años llevan primero el apellido de la madre, creo que hay algo más que reflexionar al respecto. Algo que no sea un simple "buah, loco, lo que cuesta romper un hábito". Algo que explique también por qué en el siglo XXI todavía hay tantos países (de los buenos, de los civilizados) en los que las mujeres pierden (o "eligen perder") su apellido al casarse. O por qué en Portugal, país en el que la gente lleva primero el apellido materno, el apellido que se hereda, el que importa, es el segundo. Por qué es tan difícil replantearse gestos aparentemente pequeños pero preñadísimos (permítanme la analogía, no se me podía escapar) de significado. Pero sobre todo, SOBRE TODO, tan fáciles de llevar a cabo. Recuerden: DNI, formulario y una enorme sonrisa (opcional).