Revista Opinión

El árbol de la vida

Publicado el 23 septiembre 2011 por Rbesonias

El árbol de la vida
Los humanos somos los únicos seres vivos que nos hacemos preguntas. La mayor parte de éstas responden a dudas cotidianas, problemas prácticos, cuya resolución sacia nuestra curiosidad. Qué ropa ponerme mañana, cómo arreglar la bici,... son preguntas que se resuelven con la adquisición de hábito, pericia o conocimientos; solo la indecisión, la falta de voluntad o el azar pueden afear su éxito. Pero el ser humano es también -más allá del fluir monótono de los días- el único animal que se hace preguntas sin solución, lanzadas al vuelo por necesidad, aun sabiendo a priori que su respuesta es imposible. El dolor y el sufrimiento, la fatalidad, la muerte, la crueldad,... nos desconciertan, aparecen en nuestras vidas de golpe, sin estar preparados. ¿Por qué morir, por qué sufrir, por qué no somos amados, por qué somos incapaces de amar, existe acaso Dios? Estamos programados para que la rutina cotidiana, en su mecánica inagotable, siga su curso, sin interrupciones. Cuando el infortunio llama a nuestra puerta, negamos su llamada, aferrándonos a un presente congelado. Pero son precisamente esas experiencias fundantes, esas quiebras aciagas que resquebrajan nuestra existencia, las que nos desinstalan de nuestra comodidad, obligándonos a ver el mundo, mi mundo, el personal e íntimo, desde una perspectiva insólita e inquietante. Sin dolor no podría la semilla trasmutar en árbol.
No es fácil ver, oír, sentir, disfrutar la última película de Terence Malick, El árbol de la vida (ese que «abre todas las cerraduras y cierra todas las heridas»). La trama huye del modelo de temporalidad usual en el cine clásico y contemporáneo, para zambullirnos en un tiempo infinito, donde cuenta la voz interior que se habla a sí misma, con imágenes que se sitúan en un espacio sin relojes, un eterno retorno desde el que la naturaleza arbitra para cada ser su nacimiento, vida y finitud.
El único rastro de temporalidad del guión lo aporta la historia de una familia de clase media estadounidense durante los años 50, formada por unos padres y sus tres hijos, de los cuales Jack, el mayor, se enfrenta a la moral represiva de su progenitor (un soberbio Brad Pitt) en busca de respuestas a su perplejidad emocional. El padre representa al árbol del conocimiento, a la modernidad, al control del hombre sobre la naturaleza, al way of life americano, al hombre hecho a sí mismo, mientras que la madre (un tanto pasiva y melancólica para mi gusto) hace las veces de árbol de la vida, de madre naturaleza, dulce y reconfortante, que lo acepta todo, lo aguanta todo, ama a todos, sin pedir nada a cambio, sin rebelarse contra las circunstancias. (Recomiendo la escena de la madre, correteando libremente por la casa con sus hijos, aprovechando la ausencia del padre). Los roles familiares del matrimonio protagonista no representan tanto un perfil psicológico (aunque de hecho poseen un cierto carácter autobiográfico) como una ejemplificación de la dialéctica que defiende el director entre el ser humano y la feliz aceptación de su condición natural y espiritual. Su maniqueísmo es perdonable. El personaje de Jack adulto, interpretado por Sean Penn, deambula errante por una ciudad sin alma, tecnificada y autosuficiente; solo encuentra aliento a su perplejidad cuando recorre la vasta superficie de un espacio natural (un desierto, un páramo helado por la escarcha, una playa). Solo allí, solo él (algún día todos), se reconciliará con su pasado, entrará aire puro a sus pulmones, volverá a su memoria la imagen de sus hermanos, de su madre,... de su padre, al que rodeará en sus brazos sin odio ni resentimiento.
El título de la película hace referencia a un término común a muchas mitologías, religiones y filosofías. El árbol de la vida conecta a todos los seres a través de una tupida red de ramas biológicas, sinápticas y espirituales. Malick está convencido de que
todos los seres están unidos por la naturaleza en un solo ser superior. El universo es una amorosa placenta en constante movimiento, en la que vivimos con incertidumbre y asombro. El desconocimiento de esta verdad nos hace vivir con miedo, errantes en busca de respuestas que la razón no ofrece. Ceder, dejar de intentar comprenderlo, contemplarse como un ser vivo más dentro del universo, es el camino para adquirir este tipo de sabiduría. Detrás del insondable misterio de la vida se esconde un devenir armonioso que incluye la muerte y el dolor como atributos de su naturaleza. Aprender a vivir es encontrar la paz en el fuego cruzado de la vida, abrazar el mundo a nuestro rededor, sin acritud, con amor. Malick nos cuenta todo esto con imágenes bellas y el monólogo interior de los personajes, que se interrogan a ellos mismos acerca de su propia perplejidad. Para ilustrarnos, para sacarnos del nuestro propio ego, Malick nos invita a recorrer la historia del origen la vida en el universo, desde una tenue luz en medio de la oscura nada (inicio y final de la película) hasta el nacimiento de un niño y la escena de ese padre, observando con admiración y alegría muda la arrugada orografía de sus minúsculos pies.
Merece la pena entrar en la sala de cine, dejarse llevar sin resistencias -con servidumbre, como quien se pone en manos de un maestro invisible- por la profusión insaciable de sus imágenes, por la salmodia sosegante de la voz de los personajes, en busca de sentido y paz. A El árbol de la vida hay que ir ligero de equipaje y sin red. Los escépticos, los desinformados o los amigos del mainstream hollywoodiense refunfuñarán al salir del cine, empeñados en haber perdido su tiempo y su dinero. Al resto les costará levantarse de la butaca.
Yo fui uno de ellos.
Ramón Besonías Román

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