Al principio de la película, la voz en off de Jessica Chastain recuerda que las monjas en el colegio le dijeron que en la vida hay dos opciones: una, tirar por la senda de lo espiritual, y otra, ir caminado de la mano de la naturaleza. La primera a veces te quitará aquello que es tuyo y nunca te agradecerá lo suficiente todo lo bueno que hagas; la segunda sin embargo, siempre se mostrará con una fuerza arrolladora que te hará disfrutar de lo más bello de la vida, pero su egoísmo también lo arrollará todo. Sobre este axioma entre lo divino y lo humano, Terrence Malick divaga durante más de dos horas sobre el valor de la existencia, y lo hace con imágenes que tienen valor en sí mismas (¿qué dirían de este tipo de cine Eric Rohmer o Kiarostami), y con las que se lanza a la búsqueda de la felicidad en un juego introspectivo donde la plasticidad de su imágenes y el simbolismo que engendran, tienen tanto valor o más que la propia acción o los diálogos (que apenas existen), convirtiendo en protagonista al lenguaje gestual, y que en el caso de Jessica Chastain, se vuelve en bello y cristalino.
El Árbol de la Vida es una película de carácter filosófico, en la que Malick, ahonda en la introspección del origen del universo, y para ello, nos muestra una llama en forma de demiurgo, como símbolo inicial de la concepción del planeta Tierra. Un desarrollo narrativo que le embarca, y nos embarca, en un relato paralelo a la acción propia del film, para mostrarnos su amor por la naturaleza y su inquietud de explicarse a sí mismo y a los demás, su teoría acerca de cómo sucedieron las cosas en el génesis de los tiempos. Y lo hace con una sucesión de imágenes de una plasticidad más que sobresaliente, y que a buen seguro, harán las delicias de aquellos paladares más exigentes a la hora de degustar grandes documentales. Con ello, Malick nos muestra la confluencia de dos ámbitos: el universo y el ser humano, infinito y poderoso uno, insignificante y temeroso el otro. Ese universo infinito está capitaneado por la tierra, el viento y el fuego, y ese poderoso valor de purificación del agua, tan presente en las imágenes que Malick nos muestra tanto en la naturaleza como en el desarrollo de las vidas de sus personajes. Agua en forma de impetuoso océano, pero también de aspersor que riega el jardín o de manguera que nos limpia los pies en verano.
La otra vertiente de la película nos acerca al ser humano, que como siempre, se plantea su existencia, y con ello, los conceptos de vida y muerte. En ese camino, Malick se detiene en el arraigado sentido religioso que persiste en el ser humano, y que va más allá de las desgracias que el Ser supremo en ocasiones nos envía sobre nosotros y nuestras familias, lo que sin duda nos hace plantearnos nuestra fe. Esa capacidad para provocar tanto dolor por parte del Dios bíblico, en esta ocasión, el director también la abate sobre el padre (Brad Pitt) del protagonista (Sean Penn cuando ya es mayor), lo que le convierten en un ser infeliz pues su vida marcha dividida por el dolor que un solo hombre ha sido capaz de producirle (el dolor del hombre) y por el suicidio de su hermano a los diecinueve años (el dolor de Dios), y ante los que sólo ha tenido dos opciones: o refugiarse en Dios o huir de él.
En este caleidoscopio de sentimientos encontrados, Malick resalta la importancia de las relaciones de familia: padre-madre/ padre-hijos/ madre-hijos/ hermanos-hermanos y las consecuencias que en sí mismas acarrean, y de nuevo lo hace basándose en esa dualidad que parece que nos persigue a lo largo de toda nuestra vida, y que nos lleva siempre a tener que elegir. En este sentido, las imágenes se convierten en las auténticas protagonistas, pues su montaje es un puro engranaje mental del director y del desarrollo introspectivo que el mismo ha tenido a lo largo de los muchos años que hay entre película y película, pues no es un montaje al uso, y la parte más onírica aquí adquiere tintes muy personales, casi demasiados podríamos decir, lo que nos puede llevar a perdernos en una inconexa sucesión de imágenes que siempre buscan ese lado simbólico que te atrape el lugar más sensitivo del alma. Lo que nos lleva a interrogarnos qué subyace detrás de todo lo que El Árbol de la Vida nos muestra, y concluimos, que todo este viaje tiene un solo objetivo: el amor. El amor como llave que nos lleva hacia la felicidad, que en la película se transforma al final en perdón. Perdón entre padre e hijo o entre hermanos, y todo sucede en mitad de una bellísima imagen con la naturaleza como gran protagonista, donde los actores caminan en un cielo que está en la Tierra.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel