Acudo a ver El árbol de la vida sin saber nada sobre ella. Suelo informarme sobre lo que voy a ver, pero en esta ocasión la belleza de su tráiler me anima a comprar una entrada sin buscar referencias. Somos pocos, será porque es la primera sesión de la tarde, temprano aún. La película comienza y, a duras penas, voy ajustando mis códigos de espectador medio a un nivel de discernimiento mucho más exigente. Apenas digerido mi almuerzo, y a falta del café que las prisas me han negado, el esfuerzo que debo hacer para no dormirme es titánico.
La lista de cuestiones que me asalta entre cada bostezo y un nuevo movimiento de reacomodo en la butaca parece no tener fin. La naturaleza y su maravilloso espectáculo. La vida. El universo y la evolución de las especies. El bullir continuo, la renovación de cada partícula, la materia en todas sus dimensiones. La relación del Hombre con los elementos y su interacción con lo intangible. El dolor de la pérdida y la relación de dios con ese dolor y esa pérdida. Partiendo de la existencia de dios, no discutida aquí, ¿debo pedirle cuentas sobre lo que ocurre en el mundo? ¿Debe sufrir el inocente? ¿Busco lo eterno en vez de las recompensas efímeras de la vida? ¿Cómo educo a mis hijos?... Alargaría esta retahíla hasta el aburrimiento.
Un apabullante discurso visual y sonoro se despliega ante mis ojos y me esfuerzo por traducirlo en clave poética y filosófica. Hacia la mitad del metraje llego a la conclusión de que solo sobreviviré a la hora y pico restante si me pongo algo pedante y trascendental. Y lo consigo, más o menos, aunque en mi cabeza se van entrecruzando algunos hallazgos al respecto con ciertas conclusiones demoledoramente prácticas: Todavía estoy a tiempo de salir a la sala contigua a ver "Larry Crowne"; me da igual que ya esté empezada. Pero decido dar tiempo a que la semilla depositada en mi interior por el arduo planteamiento de la obra germine. O al menos lo intente.
Dentro de su guión discontinuo y de su impresionismo-deconstructivismo, me admira cómo el director aborda la rebeldía de un hijo frente a su padre autoritario. Esta resulta ser la parte más interesante de la película: la educación basada en la obediencia y en lecciones de vida resumidas en mandatos -haz, no hagas, di, no digas- y el individuo que se rebela cuando consigue ver más allá de lo impuesto. Pero, a pesar de este rayo de luz, sigo tratando de construir el argumento por mi cuenta. ¿Cómo ha muerto un personaje al inicio de la película? ¿A cuál de los hijos del personaje de Brad Pitt encarna Sean Penn? ¿Por qué Jessica Chastain, la prodigiosa actriz que encarna a la esposa de Pitt, no tiene más texto, aparte de sus preguntas existenciales en off?
Yo qué sé... No sé si todo esto es poesía, filosofía, un documento de vanguardia, cine de culto para cultos, un arriesgado y crítico panfleto teológico, cinearte, vídeocreación musical, una obra maestra o una pretenciosa tomadura de pelo.
Por cierto, valoro tremendamente la osadía de Terrence Malick al introducir un elemento de distorsión en una película que hunde algunas de sus raíces en la Biblia: muchos lo flipamos durante la proyección -acojonante, esto es acojonante, repite con susurros una chica sentada detrás de mí- cuando aparecen dinosaurios en un par de secuencias. En fin, por mis narices, la sala ya vacía, me quedo hasta ver pasar la última línea de los créditos finales, no vaya a echarse a perder la semilla sembrada en mí. Y que lo que tenga que florecer, florezca.