Hubo una época cuando la muerte era celebración y no signo de desgaste social. Esa época se disfrutaba en el mes de Noviembre, durante la festividad católica a los Fieles Difuntos y Todos los Santos. Recuerdo que desde mi infancia no era consciente del tiempo, solamente del día viernes porque implicaba no ir más a la escuela, pero el día de muertos si lo sabía identificar con mucha más facilidad.
Todo iniciaba en la mañana cuando observaba a mi abuela en su lavadero con una cubeta plástica color rojo llena de flores de cempasúchil, el ambiente se inundaba a ese aroma único e indescriptible. En el fondo de un pasillo se preparaba una mesa de madera color café que aún conservo, sobre ella tendían un mantel blanco y floreado. Pero la forma más preciada de esta memoria, era aquella otra mesa tendida frente a la cocina que desbordaba de comida: nueces, cacahuates, mandarinas, caña, manzanas, jícama y unos platos donde se pondrían los tamales de mole.
En mi familia no estaba prohibido comer la ofrenda de los muertos, a diferencia de las casas de nuestros amigos en donde no se podía ni tocar; recuerdo que llenaba mis bolsas con las nueces de papel, mi abuela sonreía porque era evidente el botín. Algo que nunca pude explicarme fue porqué el vaso de agua ofrecido a nuestros difuntos bajaba de nivel, nunca lo pregunté, ni pude aclarar, pero esa agua disminuía como si alguien bebiera del vaso, ahora solo he decidido creer que mis difuntos estuvieron ahí y que nunca se molestaron por mis inocentes hurtos.
Puede parecer romántico, pero aún recuerdo el olor acumulado a pan de yema en las cajas de cartón, los tamales de mole que desbordaban pollo y tomar chocolate caliente en una tierra calurosa, algo que resultaba un verdadero placer. En esta tradición nada me parecía inadecuado, sin embargo, lo mejor ocurría en la noche, cuando nos reuníamos en la casa de algún amigo para salir al “Arco Pide Pan”. A veces nos acompañaba alguien mayor que mantenía viva su infancia; preparábamos la grabadora con buena música, poniamos flores a un arco de madera -cañas- y las bolsas para recoger nuestros premios -algo que era poco importante, porque siempre se lo llevaba alguien que lo necesitaba más-, lo relevante era salir a divertirnos con ropas viejas, caras pintadas o mascaras de moustros. Casa por casa pasábamos, al llegar gritábamos: “El Arco pide Pan, si no le dan, no bailará”. Los propietarios de las casas salían y decían: “Bailen pues chamacos”. La música sonaba y comenzábamos a bailar una pieza completa, al terminar, nos acercábamos con nuestras bolsas y nos regalaban pan o frutas de su altar.
Cuando crecíamos un poco más y teníamos acceso a los cohetitos (fuegos pirotécnicos) solíamos comprar bolsas que llenábamos con los tronadores y palomas, recuerdo que mi papá nos compraba cuetes chinos, esos envueltos en papel rojo, que cada paquete traía por lo menos unos 60 cuetitos, y que sonaban como metralleta, también los conocíamos como “de minuto” porque eso duraban antes de tronar cuando le quitábamos el envoltorio de papel que cubría la mecha. Cuando nos encontrábamos por las calles con un “Arco” de otra colonia o sector, la batalla campal iniciaba, un ambiente de excitación se creaba en instantes, gritábamos, corríamos y sobre todo nos divertíamos tirándonos unos a otros cohetes. Así vivíamos los niños de Puerto Escondido en los años 90´s, de una forma que hoy se extraña y genera nostalgia.
CES