Soportando el riesgo de la crítica y la ajena perplejidad, llevo muchos años argumentando las razones por las que considero que el Arte Contemporáneo, en sus principales manifestaciones (Pintura, Escultura, Música y Literatura en menor grado) y con las excepciones que se puedan dar, es un engaño en el que nos solemos dejar embaucar.
En esta ocasión hablaré de la Pintura que, aun no siendo terreno de mi especialidad, replica las mismas claves que explican el fraude implícito en las demás. Y lo haré a propósito de mi reciente primera visita al “Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía” en Madrid. Es primera porque no suelo perder el tiempo en lo que considero ajeno a mi interés personal y es primera porque me lo ha pedido un familiar que allí trabaja y de quien alguna que otra interesante conclusión me pude llevar.
Sostengo que las vanguardias artísticas contemporáneas alumbraron en el siglo XX (con pequeñas diferencias en el tiempo) fórmulas rupturistas debido principalmente a una cuestión de incapacidad por mejorar lo creado con anterioridad. El impresionismo fue el canto del cisne de la evolución de la figuración, tras lo cual a los pintores con ambiciones de triunfar no les quedaba otra solución que tirar por un camino que no era el “del medio”, sino por otro muy marginal: la abstracción de la realidad. Algo tan difícil de valorar por el público en general que era y es imprescindible la guía e intermediación de “expertos marchantes” que, nadie lo dude, iban y van a comisión o se mueven por simpatía personal. El éxito como pintor en el último siglo ha sido una cuestión de acertada oportunidad y saberse relacionar. Así, lo que en la actualidad son los grandes nombres de la Pintura Contemporánea, reinan en el olimpo de la confusión popular y se benefician del apuro por impugnar eso que nadie sabe valorar. Sus firmas han quedado grabadas en piedra basal y su cuestionamiento resulta ya improcedente, so pena de aparentar una supuesta incultura que nadie quiere evidenciar.
En mis dos vueltas al Museo, la primera estuvo dedicada a las obras expuestas y la segunda a observar al internacional público que las contemplaba, transitando todos con miradas perdidas entre las innumerables pinturas, tan extrañas como desconocidas, parándose a fotografiar el “Guernica” por imperativo de un guion que nadie se atreve a refutar ante el temor a quedar mal consigo mismo y con los demás. Y esto no solo es mi apreciación, pues lo pude comentar con algún vigilante que, harto de observar día tras día a la gente, en confidencia, así me lo pudo constatar.
Sin poderlo demostrar, estoy convencido de que no es igual la sensación que alberga quien sale del Museo del Prado frente al que deja el Reina Sofía, por más que gustos y colores se quieran pretextar como justificantes de cualquier excéntrica falsedad…
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