Anoche cuando terminé de leer El arte de la fuga de Sergio Pitol, me vi en la imperiosa necesidad de garabatear unas breves palabras. Quedé sencillamente maravillado con este texto que es mezcla de un montón de formas escriturales a la vez: es crónica de viajes, pero también es una suerte de autobiografía; es un arspoético-narrativo del cual se puede reflexionar sobre el proceso de lectura y escritura, pero se va muy bien como ensayo de diferentes tópicos; a buenos ratos es su diario, pero a la vez coquetea con memorias, relatos y más. Así que este es un libro polifuncional, multi semántico, que con una honestidad evidente en las palabras del autor, logra atrapar la atención por el desenfado y la claridad con que cuenta las cosas, pero sin dejar de utilizar una prosa brillante. Para quien lee por primera vez a Sergio Pitol —y es mi caso—, es como toparse con un viejo amigo que dejó de ver por años y que al conseguírtelo de nuevo, te sorprende por la inteligencia con que expone sus ideas, anécdotas y demás aventuras, más aún cuando apertrechado en una humildad sincera, no deja de reconocer la grandeza intelectual —de la que se excluye con sinceridad y un dejo de humor— de otros contemporáneos: caso Carlos Monsiváis, por ejemplo.
Y ya que lo menciono, por un efecto de posponer las desordenadas reflexiones que hago sobre mis lecturas, o porque he centrado mi escritura en otro de mis inútiles proyectos narrativos, me salté cinco libros que leí uno tras otro o en paralelo, incluyendo Los ídolos a nado del mencionado Monsiváis. Y ciertamente, la lucidez de este autor es inconmensurable. Tal vez las lecturas que hago van más rápido que mi lenta capacidad de escribir (esas cosas pasan), pero a decir verdad, es lo que más disfruto: leer. Si hiciera una analogía entre leer y escribir con otra actividad, me iría directamente a lo culinario, es decir, leer es como encontrar la mesa servida, lista para comer, y en cambio para escribir, hay que cocinar. Termino la digresión comentado las otras cuatro lecturas que pasé por alto: Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; La trilogía de Nueva York, de Paul Auster; Respiración artificial, de Ricardo Piglia y Juventud, de Coetzee. Si la pereza me lo permite, trataré de hacer en una sola entrada la reflexión de estos libros sin tener que cocinar mucho.
Volviendo a El arte de la fuga, quedé sorprendido —y agradecido— por la dedicatoria que en uno de los capítulos del libro hace a uno de nuestros grandes narradores, Ednodio Quintero, precisamente el de “¿Un ars poética?” (un capítulo, sin desperdicio alguno), y por rendir merecidísima pleitesía, a uno de los grandes intelectuales y ensayistas de todos los tiempos en Venezuela e Hispanoamérica como lo fue Mariano Picón-Salas. A él se refiere como “el venezolano con mayor prestigio en el Continente”. Sergio Pitol cumplió sus veinte años de vida estando en Caracas, en plena era dictatorial de Marcos Pérez Jiménez y escribió algunos artículos que pasaron por la revisión y aprobación de Picón-Salas para que fuesen publicados en el “Papel Literario”, el cual dirigía.
El arte de la fuga destaca también por las vivencias, comentarios y reflexiones que Pitol hace sobre las múltiples traducciones que hizo al español de célebres autores como Joseph Conrad, Henry James, Jane Austen, Nabokov y autores polacos en donde destaca Witold Gombrowick. Habla de su admiración por Borges, de quien dice sobre su trabajo que “Jamás había llegado a imaginar que el lenguaje pudiera alcanzar grados semejantes de intensidad, levedad y extrañeza”. Este maravilloso libro, además, elucubra sobre el arte desde todas las fuentes posibles: desde la pintura, la música, la escultura y obviamente desde la literatura, al punto, que esta frase se me antoja aforística: “Sólo los frutos del pensamiento y de la creación artística justifican de verdad la presencia del hombre en el mundo”. No podía faltar en este libro caleidoscópico la reflexión sobre las obras de autores como Benito Pérez Galdós, Thomas Mann, Chéjov, Antonio Tabucchi y tantos otros que no me dejarían terminar esto que anuncié como “unas breves palabras”.
El final del libro es un canto a libertad y a los derechos humanos. Desde una perspectiva prácticamente periodística, Pitol rememora los hechos militares en el estado de Chiapas a mediados de los noventa del siglo pasado con respecto a la lucha en contra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional liderado por el subcomandante Marcos, quienes exigían libertad, democracia y alimentación para todos los indígenas. Cuenta de su viaje al lugar de los hechos y del impacto de aquel conflicto en su país con repercusiones internacionales.
Así como al propio Sergio Pitol le sucedió cuando descubrió a Borges, que lo que hizo fue salir corriendo a comprarse todos sus libros cuando lo leyó por primera vez, así me pasó con este erudito y octogenario mexicano desde la primera página de este libro. Por algo será que Enrique Vila-Matas lo considera su único maestro. Pero saltándome la economía, apelo a una de sus traducciones del polaco al español: Bakakaide Witold Gombrowick, que ya lo tengo, como para no perder el impulso. La verdad es que procrastinar todo a fuerza de lecturas, es una maravilla, casi un arte y una fuga perfecta.