Revista Filosofía

El arte de provocar

Por David Porcel
Con medidas históricas, temporales, que no hacen sino lastimar o reforzar los artificios que ya lastra la educación, no va a solucionarse el problema. De hecho, no creo que la educación sea un problema. Lo será no cumplir con ciertas expectativas de ciertas autoridades, muchas veces viciadas por intereses espurios y mal camuflados. No, no debemos ver con el prisma de «lo problemático» la educación. Eso ya lo hacen los políticos, los psicólogos, los sociólogos, y todos aquellos que andan afanosos en ver problemas para luego ponerse medallas. Es sabido que la curiosidad es la madre del conocimiento, no de las ciencias, que se vuelven contra aquélla hasta hacerla casi desparecer.
Más bien, debemos ver la educación como un arte, esto es, como una «provocación», sólo que no dirigida a la piedra, a la luz o al silencio, sino al deseo. Cada vez estoy más convencido de que el profesor, como el artista o el mago, debe provocar al deseo, haciéndolo despertar de allí donde dormita, invocándolo para que luego discurra por un camino ya ajeno a la voluntad. Un alumno que afanoso levanta la mano esperando que alguien acoja su pregunta, que aguarda en silencio el término del discurso o siente el pálpito de la nueva intuición naciente, son la mejor muestra de que tal provocación ha acontecido. El maestro sabe entonces que ha penetrado en «lo intemporal», allí donde ninguna medida puede alcanzar o ninguna historia puede narrar.

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