El Gordo tenía una Bolita de color rojo que era un tanto vieja y el Viejo le ofreció un cambio por un modelo más nuevo. Pero eso implicaba realizar algo reñido con el uso y las buenas costumbres.
La Bolitadel Gordo era vieja y la quería cambiar pero no tenía plata para hacerlo. El Viejo le ofreció hacer un cambio pero para eso había que sacar del camino a la Bolita roja. Pocos caminos eran los posibles, un robo o un incendio. Por supuesto que provocado por su propio dueño: el Gordo.
El Gordo era amigo del Alto que también conocía al Viejo y el Joven los conocía a todos. Al Alto porque era una visita frecuente en la casa del Viejo y al Gordo porque venía con el Alto. El Viejo era el padre del Joven.
Tanto el Viejo, como el Alto, el Gordo y el Joven eran apasionados por los fierros. Tal vez por eso pasó lo que pasó aquella noche de una semana de hace muchos años. Pero para llegar esos acontecimientos nocturnos nos tendremos que remontar un poco más allá en el tiempo.
El Viejo tenía un amigo, el Flaco, que le conseguía autos que las compañías de seguro rescataban en perfectas condiciones, pero sin papeles. El Joven sospechaba que esos autos fueran afanados, pero nunca pudo comprobarlo. Lo cierto que el Flaco traía autos muy nuevos, entre ellos una Bolita más nueva que el Gordo miraba con cariño.
Comenzaron las charlas del Viejo con el Gordo para ver cómo hacían para realizar la tarea que finalmente se hizo una noche de semana y en la que todos tuvieron intervención. La cosa era así, el Gordo se quedaba con la Bolitanueva, pero había que hacer desaparecer la vieja y usar los papeles de la vieja Bolita. Lo que se dice “doblar” un auto.
Eso fue después de aquella noche en los suburbios bonaerense donde la Bolitadel Gordo ardió. Pero no nos anticipemos a los acontecimientos que ocurrieron durante esa horrible dictadura que asoló el país. Era tiempos de miedo e incertidumbres, de no saber si la gente volvía a casa a descansar.
El Joven nada sabía de todo o al menos la información que tenía era escasa y los pedazos faltantes los armaba con su imaginación. No era una situación para andar preguntando todo el tiempo. Los tiempos eran difíciles y las preguntas eran molestas, muy molestas.
La noche elegida el Viejo y el Joven viajaron hasta la casa del Gordo a buscar la Bolita vieja, en el camino se les unió el Alto. El cuarteto incendiario estaba formado y listo para entrar en acción. La idea era la siguiente quemar la Bolitavieja y quedarse con la nueva, así los papeles de la vieja le servirían al Gordo para andar y poder venderla mejor.
Solo quedaba “doblar” la carrocería, que con un poco de maña y conocimiento se lograba. Además con los contactos del Gordo no tendría problemas en la verificación policial. Eran tiempos difíciles y duros, pero los amigos de aquella dictadura podían pasarla bastante bien.
Engancharon al auto del Viejo la Bolita del Gordo y la llevaron lejos a una zona alejada de los suburbios de ese ámbito bonaerense. Casas pobres, perros ladrando y una noche negra fueron el escenario del incendio. Llegaron al lugar elegido. Había que actuar rápido para salir disparando cuando la Bolitadel Gordo comenzara a incendiarse.
La zona era habitué de autos afanados y quemados. La Bolita sería una más en la lista de autos robados y quemados. Papeles de diario sobre las cuatro gomas que estuvieron a cargo de cada uno de los actores de aquella noche. Un poco de nafta, el papel y el encendedor hicieron el resto.
¡Cómo brillaba la Bolita en aquella noche de invierno! De repente la calle perdida se iluminó. Todos subieron al auto del Viejo y salieron disparando. Tal fue la corrida que se alborotaron todos los perros del vecindario. Los únicos seres despiertos a esas horas de la noche, el resto reponía fuerzas para al día siguiente gastarlas en la fábrica o donde fuera su laburo.
En el escape a toda velocidad un perro quiso enfrentar al auto del Viejo. Mala suerte para él. El Viejo no iba a levantar el pie del acelerador en la huida del lugar del crimen. “¡Qué pelotudo ese perro!, dijo el Viejo después de pasarlo por arriba. El Joven miró para atrás y vio como el perro se levantaba un poco atontado, pero vivo. Vivo como las llamas de la Bolita del Gordo que eran un faro en aquellos suburbios dormidos en la inmensidad bonaerense.
Cuando el auto del Viejo salió a la ruta asfaltada bajó la velocidad, no era cosa que pasara justo un patrullero y se pudriera todo lo realizado. A veces los operativos eran sorpresivos y peligrosos, más si cuatro hombres iban a bordo de un auto y tres de ellos eran jóvenes conducidos por un viejo. Pero nada pasó esa noche el drama vino después. O casi.
Al día siguiente cada uno volvió a sus tareas habituales como si nada hubiese pasado en aquella calle ardiente con la Bolita como principal protagonista de los hechos nocturnos. Pero el Joven creía que tenía un cartel de responsable en su frente. Como aquel que una publicidad de televisión machacaba desde una campaña más de la dura dictadura.
El Joven trabaja en una playa de estacionamiento y todo el día se lo pasó mirando hacia la entrada a la espera de un patrullero que lo viniera a buscar. La culpa no lo dejó tranquilo en todo el día. Nada pasó ese día ni el siguiente, ni los demás que vinieron. Pero la maldita culpa lo persiguió por varios días hasta que se dio cuenta que nada le pasaría, ni a él ni a los demás.
Lo que pasó en realidad es que el Viejo nunca le dijo lo que iba a suceder esa noche con la Bolita del Gordo. Pese a que el Gordo y el Alto si sabía que la quemarían en plena noche en un descampado. De todo eso se enteró en el viaje de la casa del Gordo hasta el lugar del incendio. Por eso la culpa que en realidad no la tenía, sino como cómplice involuntario, pero que había ayudado a quemar el auto. Que remedio le quedaba.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que el Joven perdonara al Viejo por haberlo llevado engañado a quemar la Bolita del Gordo. Para eso ya había retornado la democracia y las cosas tenían otro color, aunque por debajo siempre tuvieron el mismo tinte negro y peligroso.
Mauricio UldaneEditor de Archivo de autos
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