“Un equipo es la huella dactilar emocional” escribe Ramón Lobo en ‘El autoestopista de Grozni’, un libro breve, casi fugaz, que demuestra por qué las obras pequeñas permiten conocer mejor a un escritor que sus proyectos más ambiciosos. Al fin y al cabo, Ramón Lobo nos habla de las dos pasiones alrededor de las cuales ha construido su vida: el periodismo y el fútbol, sus viajes como héroe inexistente a las guerras de finales del siglo XX y principios del XXI y su amor al Real Madrid, la única herencia paterna que reivindica.
“…huella dactilar emocional”. Leí esta metáfora y enseguida recordé una de las mejores escenas de ‘El secreto de sus ojos’. Pablo Sandoval (Guillermo Francella) y Benjamín Esposito (sic) (Ricardo Darín) escuchan cómo los parroquianos de un bar conversan sobre las desventuras de su equipo de fútbol favorito cuando Sandoval descubre cómo atrapar al asesino que persiguen: “¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión… de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. Y enseguida Campanella nos lleva en un plano secuencia inolvidable a un partido del Racing de Avellaneda.
Así que el fútbol puede ser una condena – y no haré un chiste fácil porque varios de mis mejores amigos son ese equipo que estás pensando - pero también un salvoconducto. Enero de 1995, Grozni. La artillería y la aviación rusa han arrasado la capital chechena. En los sótanos de la ciudad, bajo un sucio mar de ruinas y nieve, sobreviven miles de “rusos pobres, ingusetios, daguestanos, osetios del norte, kabrdino-balarianos, georgianos” y guerrilleros chechenos. Ramón Lobo quiere entrar en Grozni. Piensa que la única forma de contar lo que pasa en esta guerra es bajar a esos sótanos y conversar con los civiles atrapados, descubrir al lejano lector español que leerá mañana el diario en la comodidad del café un mundo de hambre y muerte.
Ramón Lobo quiere entrar en Grozni y también K, el autoestopista sin nombre, el hombre perdido en los aledaños de la ciudad cercada. El periodista no conduce, va en el asiento trasero del coche, pegado a la única puerta que se abrirá si hay que salir corriendo. El chófer detiene el coche, K sube a la parte de atrás y empuja al periodista a esa puerta maldita que no se abrirá si es necesario. K descubre que el periodista es español, así que sonríe y grita su salvoconducto: “¡Stoitchkov! ¡Barcelona!”. Mal comienzo para entablar amistad con un madridista. Pero estamos en 1995 y Ramón Lobo sabe bien – ¡ay, inolvidable Tenerife! – que el Barça de Cruyff lleva años reinando.
K monta en el viejo Moskovitch rojo y Ramón Lobo rememora cómo el fútbol le ha acompañado literalmente en sus viajes como corresponsal, desde cromos de jugadores del Madrid para regalar hasta la radio imprescindible para sintonizar los partidos allí donde no llegaba la televisión. “El fútbol acerca culturas, borra fronteras y difumina clases sociales; permite penetrar en el alma de las personas sobre las que el reportero va a escribir. Saber de fútbol no es de derechas o de izquierdas, embrutecedor o inteligente, es solo un conocimiento útil, una herramienta de trabajo”. Buen consejo, aunque este libro no trate de saber de fútbol y de periodismo, sino de sentir el periodismo y el fútbol, una mezcla de pasiones que hace que este texto sea tan breve como enriquecedor.
‘El autoestopista de Grozni y otras historias de fútbol y guerra’. Ramón Lobo. Editorial Libros del K.O. Madrid, 2012. 58 páginas, 6 euros.