Deliberadamente, el título de este post guarda un doble sentido. Esta vez no hay anfibología que valga (recuérdese lo dicho en otro lugar sobre el particular), sino la intención explícita de abarcar todo lo que un autor hace por la corrección de sus textos. O lo que al menos debiera hacer, o debería haber hecho, y no hizo.
AUTOR SIGNIFICA RESPONSABLE DEL CONTENIDO
En general, un autor escribe pensando que su mensaje quedará finalizado cuando lo termine. Es algo bastante lógico, porque la inconcreción o la desidia perjudican terriblemente el mensaje, y ningún lector (y, por supuesto, ningún editor) pasaría de las primeras páginas de una obra que cometiera esos errores. Por ello lo que el editor tendrá en su mesa, o lo que recibirá el corrector, será algo terminado de lo que habrá que comprobar si cumple con los criterios estrictos que los distintos aspectos del texto posee: si el mensaje se expresa correcto en lo gramatical y lo ortográfico, si es adecuado y posee una estructura aprehensible, si los contenidos son del nivel pretendido para el lector a quien va dirigido… en fin, si estamos ante un premio Nadal, un candidato a publicar en Lancet o un artículo periodístico que arrasará en los Premios de la Crítica del año que viene.
EL AUTOR DEBE ASUMIR QUE SU OBRA SERÁ REVISADA… POR OTROS, AL MENOS
Si nadie hay que ponga peros el autor se puede dar por satisfecho. Por muy satisfecho, en realidad, porque jamás en mi vida he encontrado un texto que haya pasado por el proceso editorial sin una sola modificación. Pero tranquilos: no hay demérito en la transformación. En realidad los textos podrían ser infinitamente variables, mejorables o al menos evolucionables, y el proceso editorial es la pasarela por donde debe correr esta transformación.
Hay ejemplos en todos los ámbitos que nos muestran esto que digo. Incluso en Literatura ha habido ejemplos de autores que han realizado montones de modificaciones a sus obras ya terminadas, cambiando en ediciones posteriores cosas más o menos importantes. Un ejemplo bastante paradigmático de ello fue el del poeta Jorge Guillén, paisano mío, que escribió su obra poética joven y fue cambiándola edición a edición, considerándola sin duda algo vivo, y no un testimonio necesariamente anclado en un tiempo concreto.
Cuando hablamos de obras técnicas o científicas esto queda más claro, y los autores más consagrados, aquellos que tienen auténticos clásicos que siempre pueblan las estanterías de las librerías especializadas, acostumbran a abordar una tarea de revisión y actualización cada cierto tiempo, en la obligación de satisfacer a sus destinatarios, que verían de otro modo defraudadas las expectativas generadas por un prestigio que, con estos tiempos que cambian a velocidad asombrosa, no deja de ser caduco.
Puede que la revisión de las obras sea incluso tarea de otros autores, alguien que anota lo que debe ser actualizado o que definitivamente toma la tarea de mantener, como un aplicado albañil, en pie la construcción de un arquitecto ajeno. El conocimiento tiene estas cosas, que forman parte del propio proceso del saber, y debemos reflexionar un tanto en la fórmula que se emplea en la Wikipedia para detectar y corregir errores o para actualizar artículos: No hay anonimato en realidad, para modificar algo hay que haberse identificado y acreditado, y al parecer el método funciona satisfactoriamente. En realidad las revistas científicas pasan por lo general por un proceso de doble revisión, en el que dos especialistas adveran lo que el artículo dice, y avalan con su firma que el artículo, por fin, vea la luz.
Por lo dicho, al esfuerzo del autor vamos añadiendo el de otros que le ayudan. La firma no cambiará, porque el premio de la autoría va para quien ideó el mensaje. Los secundarios no aparecen mencionados y, parafraseando la genial frase de la película Amanece que no es poco que le dedicaban al alcalde sus conciudadanos, “todos son contingentes y solo él es necesario”.
EL CORRECTOR CAMBIA O SUGIERE,
Y EL AUTOR ACEPTA O RECHAZA
La muy humilde práctica de la corrección ortotipográfica y de estilo de las obras plantea al autor numerosas cuestiones que se le someten según un criterio discrecional. Simplemente, las acepta si lo considera preciso. Ello no quiere decir que puedan ser ignoradas olímpicamente, porque si el corrector se ha detenido y plantea la duda es que, normalmente, hay que hacer algo. Una cosa u otra, pero algo. No hacer nada no es una opción, muchas veces. Lo que solo tiene una solución posible es un error, y por ello no tiene marca de duda. Si el corrector lo tiene claro, no debe siquiera comunicarlo al autor.
El nivel de la autoría marca la diferencia de peso entre las dudas y las modificaciones. A mayor nivel, menos modificaciones y más dudas. Incluso, si un autor comete un error de bulto pero su nivel general es alto planteará al corrector la duda de que algo raro se esconde detrás, y consultará lo que de otra manera sencillamente cambiaría.
La duda puede parecer absurda a veces. Si la obra es muy técnica y al corrector se le plantea una duda porque desconoce la materia y le parece que algo no funciona debe levantar esa liebre, no callarse por no pasar por ignorante. El autor comprensivo debe responder con un sencillo “es correcto tal como está” y a otra cosa. Una sola errata encontrada de esta forma justifica las otras inexistentes, y el autor debe tomarse esos otros comentarios innecesarios con deportividad y esa complacencia de que alguien esté leyendo su obra, y al parecer atentamente.
HAY UN MOMENTO PARA CADA COSA.
O AL MENOS ASÍ DEBERÍA SER
Debo insistir en algo que ya he dicho más veces: el autor debe ser al menos conocedor del proceso editorial para no cometer errores que puedan entorpecerlo. Los errores en la industria (y la editorial lo es) suelen traducirse en pérdidas económicas, que alguien tiene que asumir.
Incluso si es el propio autor quien lo sufre ello no le da derecho a arrostrar con ello, pues el retraso también es un perjuicio, a veces incuantificable, pero sin duda tangible. Hasta hace no mucho en algunas publicaciones cada error del autor era sancionado económicamente y se detraía de los honorarios. Desgraciadamente para todos, la rentabilidad está ahora por los suelos, y los pagos por royalties son tan magros, e incluso por lo general inexistentes, que la sanción económica no generaría en el culpable propósito de enmienda, igual que no le tienta el beneficio económico a la hora de publicar.
Pero si hay perjuicio económico alguien lo soporta. ¿Quién? Normalmente los eslabones más débiles de la cadena, esto es, los freelances que se encargan de las labores de preimpresión. Si un corrector trabaja sobre una prueba y el autor a quien se le envía para su revisión no la hace, el proceso seguirá y alguien en algún momento verá que esa revisión está sin hacer, y en el peor momento, seguramente. Puede que sea el propio corrector el que, viendo el pdf antes de la impresión, tenga que dar la voz de alarma, aunque ya sabe lo que eso le va a suponer (revisión gratis sobre un soporte no directamente modificable), pero es que a veces es el propio autor el que alerta de que algo no va bien. Quizá porque no tuvo en cuenta que el libro se adaptaba a una hoja de estilo, o porque se le aplicaron normas bibliográficas con las que no está de acuerdo, pero que no advirtió cuando debía. Incluso aunque haya sido el corrector el que haya cometido un error a la hora de tomar un criterio es obligación del autor detectarlo, porque dice la Ley de propiedad intelectual que es obligación del autor revisar las pruebas. Obligación legal, ahí es nada.
Realizar modificaciones tarde es la mayor de las faenas. Imaginemos que el autor descubre que le faltan dos párrafos en un capítulo, que por desdicha terminaba en página par y llena. Con la modificación el capítulo crece dos páginas más. Si era el capítulo uno de cuarenta, toda la paginación cambia. No solo hay que cambiar esas dos páginas, sino también el índice. Bien es cierto que eso es más o menos automático con los programas de maquetación actuales, pero nadie podría dar por buena la prueba final en pdf sin revisarla entera de nuevo. Después de verla el autor cree que también en el capítulo siete hay que actualizar un párrafo, porque el corrector no se ha dado cuenta de que lo añadido en el uno modifica ese otro, y él acaba de caer en la cuenta. Nueva prueba. Nueva revisión. Cada ocurrencia del autor supone no menos de hora y media de trabajo extra. ¿Lo ha reflexionado el autor, ofendido por la incompetencia del corrector? ¿Acaso piensa que el maquetador, en un texto apretado de una obra con notas, tiene que revisar hasta el final del capítulo cuando se cambia la expresión “ya que” por “de la forma que” porque esos pocos caracteres de más pueden haber descabalado la maquetación entera, si por desdicha una nota resulta forzada y cambia de página entera o se rompe?
¿SOLO SE PERJUDICA A LOS DE SIEMPRE? ¡CUIDADO!
No vamos a restringir al autor su capacidad para modificar los textos. ¡Faltaría más! Pero sí se puede, se debe, en fin, invocar su profesionalidad para hacerlo de la manera que menos trastorno cause, señalizando adecuadamente, ateniéndose a los tiempos, evitando innecesariedades fuera de tiempo. Hay un momento para trabajar el texto, para verlo como definitivo, y después queda ya solo comprobar cómo pasa a edición, viendo que el resultado es el pretendido, sin innovaciones tardías. Incumplir esta sencilla premisa hará que el autor se granjee enemistades dentro de la editorial, o entre los profesionales que lo han sufrido. Sin embargo, algunos son de piel dura y esto les trae al pairo. Piensan que mientras haya tiempo debe hacerse lo que debe hacerse, y punto.
En la forma de edición tradicional este perjuicio recaía siempre sobre los mismos. Pero podría decirse que la edición moderna en xml o en html permite las modificaciones sobre la marcha, incluso con la obra ya editada, y que ello debería dar carta blanca a las modificaciones. Pero incluso eso quedará seguramente restringido en publicaciones serias, porque aparte de la marca de “artículo enmendado” el cambio en el texto dejará con un material incorrecto a los que ya lo consultaron o se lo descargaron, que normalmente son los suscriptores o los más atentos lectores de la publicación. Y a quienes no se puede defraudar con errores de autor, que irán siempre, además, en demérito del firmante.