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Les presento a una de las aves más bellas del mundo: El quetzal. Y también a una de las más esquivas, de las más difíciles de observar, de las más misteriosas. Tanto que durante mucho tiempo, el hombre blanco no creyó en su existencia.
Muchos de los conquistadores españoles veían los dibujos que algunos pueblos originarios de América Central y de México elaboraban con minuciosidad y pensaban que eran deidanes apócrifas, inventadas, soñadas. Un icono de la imaginación salvaje y pecadora. Ni siquiera el plumaje que distinguía los ropajes de los líderes comunitarios servía como prueba. Algo tan hermoso no podía existir, no entraba en sus cabezas invasoras.
Una leyenda guatemalteca cuenta que el quetzal solía cantar armoniosamente antes de la conquista española pero que después se quedó mudo. No es del todo exacto. El quetzal canta, no muy bien, pero canta en el bosque cerrado y nebuloso. Y de la niebla salen y a la niebla vuelven cada día. Tímida. Habitante de la selva montañosa y húmeda, en los bosques de la niebla.
En náhuatl, Quetzal significa "ave de plumaje precioso". Perfecta descripción en una sola palabra para un animal bello hasta grados superlativos. Mide escasamente 40 centímetros, como una gallina, pero su cola majestuosa, la del macho, llega a alcanzar hasta dos veces el tamaño de su cuerpo. Su vuelo es singular, ondulante, como el de una gran mariposa. Desde una rama suele dejarse caer hacia atrás para no maltratar su preciado ropaje trasero, frágil como el cristal.
El color de su plumaje, siempre brillante, varía de intensidad según la luz del sol. El azul de la mañana se vuelve dorado al atardecer. Una metamorfosis poética bajo el reino de la luna.
Todo es color en el mundo del quetzal. Hasta los huevos, dos por pareja, poseen un tono azulado. El tono de la selva pertrechada en su manto de niebla. Qué listo es el quetzal, el ave que habita en un paraíso de tiempo.
Fotografía: ©Ricky López
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