—Tú,
para ser un zombi, estás muy entero ¿no?
Me dijo
uno de dientes podridos y cara despellejada, al que le faltaba una oreja y le
salía un gusano por la otra.
—Es que
me morí hace poco ¿sabes? Además, como los de mi familia son muy pijos, me
embalsamaron un poco antes de enterrarme.
—¡Deja
al finolis del nuevo y vente para acá! —interrumpió uno más alto, al que le
faltaba un brazo y tenía un hacha clavada en medio del cráneo, mientras él y
una cuadrilla de muertos vivientes rodeaban a otro que yacía en el suelo y se
entretenían en sacarle las tripas y devorarlas.
Y
yo no sabía cómo salir del atolladero.
El
caso es que estaba tan tranquilo en mi casa cuando estos energúmenos llegaron
y, mientras rezongaban y gruñían, empezaron a romperme la puerta y a destrozar
los cristales de la ventana. Había llegado el apocalipsis a Little Villagey yo no me había dado ni cuenta. Tuve que
disimular para que no me merendaran a mí también. Así que, cuando entraron, me
encontraron de pie, con la camisa rota, despeinado, los ojos bizcos, con
ketchup en la boca simulando sangrey
cojeando como un poseso haciendo el ademán de querer comerme el gato que
escapaba de mí maullando como un condenado.
—¡Deja
al puto gato! —me dijo uno con los ojos desorbitados, la boca negra y media
cabeza sin pelo—. Aquí afuera tenemos comida y de la buena.
Y para ellos me fui andando con
movimientos torpes, los ojos y la boca muy abiertos, emitiendo esos ruiditos que
suelen hacer los zombis en las películas. Aunque, para mi gusto, la imitación
estaba más cerca de Toni Leblanc,haciendo el tonto en “Los tramposos”, que la que correspondía a un
muerto viviente.
El caso es que tuve que disimular. De no haberlo hecho, habría
sido el final para mí. Así que, haciendo de tripas corazón y tragándome el asco
que me provocaba la visión de tanta víscera desparramada por la calle, mesumé al festín, que siempre es mejor comer a
que te coman. Y allí, en esa bacanal de entresijos y fina casquería, me topé
con el cadáver de Lucas, el más chulo de los policías del distrito, gordo y
bravucón, el que me quitó una vez a la novia, el que me partió después el labio
de una bofetada cuando se lo recriminé y el que me puso una multa por llevar
roto el espejo retrovisor que, previamente, me había destrozado él.Allí estaba, muerto como un pavo el día de
navidad, con un tajo enorme en la barriga, rodeado de zombis que se disputaban
sus despojos. Y allí entré yo, como un torbellino, empujando a todo el mundo
hasta hacerme sitio en un lugar preferente, echando mano a su brazo derecho, el
de firmar las multas y repartir bofetones, pegándole unos bocados tremendos
como si se tratara de una paletilla de cordero.
Texto publicado en La Charca Literaria
