El Banco Central Europeo, ante el riesgo del impago de Italia, apoyó a Roma, que se comprometía a adoptar un plan de austeridad de urgencia. Pero ahora, con las dudas del Gobierno de Berlusconi, se pone en duda la credibilidad del BCE.
Luigi Zingales, PressEurop
Hace un mes, la diferencia entre los bonos plurianuales del tesoro italiano y los Bund (bonos) alemanes llegó a 413 puntos de base (es decir, un 4,13%). Sin la intervención inmediata del Banco Central Europeo (BCE), el Gobierno italiano corría el riesgo de perder su acceso al mercado económico y por lo tanto de entrar en suspensión de pagos.
Por este motivo, Trichet escribió a Berlusconi: en esa famosa carta, supuestamente el BCE se comprometía a adquirir títulos italianos a cambio de que nuestro Gobierno actuara para llegar al equilibrio presupuestario en 2013 y volver a impulsar el crecimiento.
La intervención del BCE se basaba en la hipótesis de que el mercado, excesivamente pesimista, ponía en duda las capacidades del Gobierno italiano de pagar sus deudas y fomentar el crecimiento. La finalidad de esta carta era aumentar la credibilidad de la acción del Gobierno italiano. Con las adquisiciones estratégicas en el mercado secundario, podía estabilizar la situación.
Las consecuencias de las luchas internas
Sin embargo, se imponía una condición para que esta intervención tuviera éxito: el Gobierno italiano debía aprobar rápidamente un plan de ajuste adecuado. Aunque elevadas, las adquisiciones del BCE de títulos italianos tan sólo constituían un paliativo. Efectivamente, aunque asuste a los especuladores, el BCE puede reducir la presión. Pero estos beneficios son temporales. Porque si la situación real no cambia, las consecuencias de esta intervención se esfumarán en seguida.
Y esto es lo que ha pasado. La intervención del Banco Central Europeo y la presentación inmediata de una operación nueva y más ambiciosa por parte del Gobierno italiano hicieron que descendiera provisionalmente la diferencia por debajo de los 300 puntos. Pero era tan sólo una pausa, nada definitivo. El mercado quería asegurarse de que podía creer en la nueva operación del Gobierno italiano.
Por desgracia, las luchas internas en el seno del Gobierno han tenido consecuencias negativas. El Banco Central Europeo pensaba que bastaba con dictar sus condiciones para instar al Gobierno italiano a hacer lo que debía haber hecho desde principios de julio. Pero sus esperanzas resultaron ser una mera ilusión. El Gobierno italiano, más tranquilo al ver cómo se reducía la diferencia, empezó lentamente a dar marcha atrás. Se abolió la supresión de las provincias, se excluyó la “contribución de solidaridad” y el alcance del conjunto de la operación se atenuó en gran medida.
Por consiguiente, el Banco Central Europeo se enfrenta a un dilema. Si desea favorecer el proceso de integración europea, debe penalizar a Italia o al menos a su Gobierno, que no ha cumplido su palabra. La viabilidad de una unión fiscal, con todas las transferencias que implica, se basa en la capacidad de las instituciones europeas de controlar a los Gobiernos nacionales excesivamente derrochadores. Sin esta medida de control, las transferencias lo único que harán será prolongar la crisis financiera de los Gobiernos nacionales, sin llegar a resolverla. Seguir apoyando a Italia aunque no haya cumplido su promesa aniquila cualquier credibilidad futura y por lo tanto pone en peligro el futuro de la Unión Europea.
Nuestro Parlamento debe castigar al Ejecutivo
Sin embargo, el BCE sabe perfectamente que si abandona a Italia a su suerte, significaría el fin del euro. Al presionar al Gobierno a que cumpliera con su deber, el BCE descubrió su falta de fiabilidad, perjudicando paradójicamente su imagen. Por ello es posible que mañana, incluso con las adquisiciones del BCE, las diferencias vuelvan a aumentar.
Como es natural, sin el apoyo del BCE, la situación sería incluso más grave que la del 5 de agosto. Incluso si decidiera intervenir, el Mecanismo Europeo de Estabilidad financiera (MEEF) no contaría con suficientes recursos para hacerlo. Por otro lado, aunque contara con el apoyo de una voluntad política, no tendría tiempo de hacer que se votara en todos los parlamentos europeos el aumento de la dotación del MEEF.
Si el BCE abandona a Italia, la Península, y por consiguiente los bancos italianos que poseen importantes cantidades de títulos públicos, entraría casi inevitablemente en suspensión de pagos. Esta crisis se extendería fácilmente a los bancos franceses y alemanes, con todas las consecuencias que nos podemos imaginar. El euro difícilmente podría sobrevivir a esta situación.
En otras palabras, castigar al Gobierno italiano sería tan catastrófico, que el Banco Central Europeo probablemente no pueda ni siquiera amenazarle. Y como no puede hacerlo, pierde su credibilidad. Pensaba que podría controlar fácilmente al Gobierno italiano. Paradójicamente, hoy es su víctima. ¿Cuál será entonces el desenlace de este dilema? Nuestro Parlamento debería castigar al Gobierno italiano por su ineptitud. No es tanto una cuestión de mayoría, sino de capacidad y de credibilidad de la acción del Gobierno. O cambiamos, o nos quedaremos fuera de Europa.Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización