Revista Cultura y Ocio

El bien, el mal y el hundimiento de Europa

Por Calvodemora
El bien, el mal y el hundimiento de Europa
I/ Los días en que el amor resplandece
Truffaut le contó a Hitchcock la historia de las manos de Harry Powell, el infame predicador de La noche del cazador, la única película que filmó Charles Laughton, ese actor enorme metido en un cuerpo enorme. La mano del amor es la del bien. Un amor absoluto y limpio, un bien absoluto y limpio. Una mano que acaricia y extrae de lo que toca lo hermoso y lo noble. La otra mano es la del odio, que devasta lo que toca, reduciéndolo a la indeseable nada. Las dos combaten y las dos pierden. Eso lo dejo escrito yo, no Truffaut. Pierden porque una y otra se cuentan lo que hacen y lo padecen terriblemente. El hombre es un animal magnífico, una criatura asombrosa en todos los sentidos. Incluso cuando ejerce el mal, es admirable, porque lo ejecuta de un modo creativo. No hay ninguno que mime tanto su obra, que se esmere con más oficio en lo que se siente obligado a hacer. El reverendo Powell es un hombre atroz. No sabemos nunca si esa atrocidad está destinada a perecer o a medrar. Si una parte anulará a la otra y reinará en Powell o las dos convivirán sin que se sepa cuál es la más fuerte. Puede ser que ninguna lo sea. Que vivir únicamente consista en manejar los extremos y no decaer cuando uno de ellos, el que no aceptamos, arrambla con el que consideramos más nuestro y al que le procuramos todas las atenciones de las que disponemos. Al cabo del día se ama y se odia a partes iguales. Yo al menos lo hago. Días donde el amor resplandece y estalla como una estrella de cien puntas. Días donde el odio hace casa en la cabeza y te dan ganas de ser un bárbaro, uno de esos asalvajados a los que no les mueve ni el decoro ni la piedad.
II/ Europa, la vieja Europa, la achacosa Europa Leo que algunos terroristas de ETA andan entrevistándose con los damnificados de sus bárbaros actos. Al hijo cuyo padre mataron se le oye en televisión razonar los motivos del animal que lo dejó huérfano. Enumera (caóticamente) las veces en que el destrozador dice que no volvería a hacerlo, subrayando la culpa que siente. Lo que no hace es pronunciar una sola vez la palabra perdón. Debe ser la mano del odio que todavía se mueve y hace que la del amor no reine del todo. Siempre hay una parte de la memoria y de la conciencia que no nos pertenece, aunque esté dentro de nuestra cabeza y duerma cuando dormimos y la saquemos a la calle cuando hay que sacarla. No confío en ninguna de esas revelaciones morales que hacen de alguien un santo o un pecador. Algo de eso reflejó Bruce Springsteen en una de sus primeras canciones. Un mundo en donde la palabra pecado alarma más que la palabra delito no es un mundo que avance. Uno en donde no se fomente el perdón tampoco progresa. El nuestro es un mundo con dos manos. Una es la del bien, la que se manifiesta a través del arte y cuida de que la armonía y la dignidad entre los iguales la represente. La otra es la del mal. La de las bombas lapa y la corrupción en los parlamentos. La de los reverendos con piel de cordero que hacen el sermón de la salvación y abren el abismo del horror a cada palabra que dicen. La del recorte en cultura. La alta y la baja. Ambas salen heridas (si no de muerte, casi) en este atropello que impone el único dios posible en estos tiempos: el mercado. Tampoco sé si el mercado tiene dos manos. Una buena, una mala. Supongo que la idea de la bondad del dinero no se cuestiona. O al menos no aquí, en este vieja civilización de occidente, fuerte a pesar de todo, cargando la herencia de al menos un par de milenios de existencia.
III/ Es la economía, idiota, es la economía
He renunciado a entender los mercados. Me complace la idea de no querer saber en demasía. En todo me tengo por curioso y a todo me entrego con inquietud, con fruición a veces, pero el mercado es una sunto que me incomoda más que otra cosa. Diré como dijo otro: no hablo yo, habla mi fatiga, habla por mí la ignorancia que no he paliado. Y es eso lo que manejo a diario. La fatiga que antojo ya crónica. Se ha extendido cierta sensación de que el mercado es algo sencillo de entender que puede ser convertido en materia de entretenimiento televisivo. La televisión se ha comido el virus y lo ha hecho una criatura rentable: veo con alguna frecuencia (de refilón, zapeando, buscando) cómo algunas cadenas (alguna más que otras) están empezando a tomarle la medida a la crisis y la están deconstruyendo. Si antes ocupaba la franja alta de horario los flirteos de los famosetes, las medidas de las grandes hermanas y la naturaleza eminentemente cotilla de la especie humana, ahora está ocupándolo (no sé con qué fortuna todavía) un cierto tipo de programa que habla del desastre económico, de la prima de riesgo, del rescate y del FMI con el desparpajo con el que hace unos meses hablaban de escotes, subidones de hormonas y divorcios de la jet. Y como todo el mundo sabe de todo y en televisión no hay (que yo sepa, que yo advierta) un filtro que mida la competencia de los contertulios en los asuntos de los que hablan, pues así nos va. Enciendes la cajatonta y ves a los mismos de antes, a los de los reality,  desenvolviéndose con asombrosa fluidez en macroeconomía, en alta política financiera. Han hecho del mal algo lúdico. Quizá no sea tan descabellada la idea. El que no sabe se arrima al lenguaje de los que sí saben. El ignorante en bonos basura incorpora a su acervo léxico las palabras que le aseguran una silla entre el público. Lo que se anda buscando no es formar ciudadanos sino crear consumidores. Dice mi amigo K. que no abre un periódico, que no enciende el televisor, que ha decidido renunciar a saber cómo vamos. Va a hacer como yo en algunos partidos de fútbol que no puedo en ver en casa porque los emite un canal codificado. Abro el google y busco en la prensa la cifra que me alivie o me hunda. En la economía lo que no hay es empate. Estamos perdiendo todos. Hasta hay una cadena televisiva que se llama Intereconomía. Qué manera de llamarse uno. Qué afrenta al buen gusto todo lo que sale de ese toro hocicando impíos.

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