Leo en internet que el biógrafo de Novak Djokovic anuncia que es posible que el tenista se acabe vacunando contra la COVID-19 después de la que ha liado en Australia, y mi primera reacción no ha sido "me importa un pito este imbécil" (que también), sino "¡este tío tiene biógrafo!" "¡Una persona de treinta y cuatro años con biógrafo!"
Me he imaginado al eximio tenista yendo de aquí para allá con su biógrafo colgado del cuello, con su biógrafo siguiéndole los pasos, con su biógrafo pisándole los talones, con su biógrafo adelantándosele para abrirle la puerta, tomando nota de lo que come cada día, de cada palabra que dice, de cada hora que entrena, de cada molestia que sufre.
Una biografía en directo, una biografía por adelantado, en anticipación. El biografiado decide ir al cine y no sabes si la película que va a ver le va a influir decisivamente, o si allí va a conocer a alguien fundamental para el resto de su vida, o si le van a atracar. Total, que te tienes que ir al cine con él (supongo que a una prudente distancia, para no molestar) y tienes que tomar nota de todo lo que pase, bien porque sea algo ya de por sí llamativo, bien porque parezca anodino en ese momento, pero tenga grandes consecuencias unos meses o unos años después.
Vamos, que el biógrafo no sabe en el momento qué cosas tienen más interés y necesita tomar nota de todas. Me recuerda a mí mismo tomando apuntes hace ya tantísimos años, que no sabía si lo que estaba empezando a contar el profesor en ese momento iba a rematar en una brillante conclusión o era un comentario marginal sin mayor importancia.
Creo que una biografía debería hacerse con el biografiado ya muerto: Lo primero porque así el biógrafo ya está seguro de que esa persona fue muy importante y merece ese esfuerzo, y lo segundo porque ya se sabe el final y por lo tanto qué datos le interesan y qué otros no.
Pero el biógrafo en directo y en anticipación tiene que ser como un notario y a la vez como un buitre o algo así. Además tiene que estar muy seguro de sobrevivir a su biografiado, y tiene que andar tomando notas con una mentalidad de "ya verás cuando estés muerto", lo que lo convierte en el ave carroñera que he dicho, o por lo menos en una especie de gafe agorero. Uy, qué yuyu ir a los sitios con tu biógrafo, ¿no?
-Buenos días; le presento a Juan, mi biógrafo.-Encantado, Juan. ¿Y qué tal va con la biografía del chaval?
-Bien. No sé si me saldrá de trescientas páginas o de ochocientas.
-Ochocientas, ochocientas; no fastidie. Crucemos los dedos.-Yo que sé. Como el chico no quiere vacunarse no sé yo. Aparte de que si terminara aquí me saldría un final precioso.
En esa tesitura entiendo que el arquitecto es también una suerte de biógrafo in advance de sus clientes. Pretende esforzarse por entenderlos, saber qué les gusta y cómo viven. Mejor dicho, cómo han vivido hasta ahora, porque nuestra vanidosa y soberbia pretensión es que a partir de nuestra aparición van a vivir como nosotros dispongamos.
Pensamos que nuestro trabajo va a modificar (siempre para bien, por supuesto) la vida de nuestros clientes. Qué fatuos somos. A menudo se vive en una casa a pesar de la casa, y siempre a pesar del arquitecto.
A veces, solo algunas pocas veces, sí que ocurre eso, y el cliente vive tan intensamente en la casa que le diseñó el arquitecto que este en cierto modo actuó en su día como biógrafo avant la lettre, previendo qué iba a hacer en este rincón, cómo iba a leer ante esta vidriera, cómo iba a dormir, etcétera.
Y a veces la vinculación del cliente con la casa que le prescribió su arquitecto es tan íntima y tan determinante que a su muerte sus herederos no pueden soportar semejante presencia, semejante posesión diabólica y la derriban.
Afortunadamente eso ocurre muy pocas veces. Casi siempre los arquitectos somos tan anodinos, tan ramplones, tan insustanciales que nuestros diseños dan igual y la vida de nuestros clientes se abre paso aunque las circulaciones de la casa no sean óptimas, aunque los espacios no estén muy bien iluminados, aunque la distribución sea confusa. Y cuando no lo es, cuando diseñamos un espacio específicamente pensado para que ahí duerma el hijo mayor, estudie junto a esa ventana y tenga una estantería llena de juguetes en ese hueco, ese cuarto acaba siendo el de la abuela.
Fatua pretensión la del arquitecto, casi tan fatua como la del biógrafo que quiere que el tenista se vacune.