Están los pequeños comerciantes muy disgustados porque el Black Friday se pone de moda en España y ellos no quieren hacer descuentos. No dicen que no quieren, por supuesto, dicen que no pueden. Echan cuentas y no les sale un beneficio que los contente. Yo no sé si pueden o no pueden. Lo que sé es que cuando paseo por mi ciudad veo cada vez más establecimientos comerciales en manos de los inmigrantes chinos, pakistaníes y de otras nacionalidades. Los recién llegados se tiran al negocio donde los nacionales bajan las persianas con el cierre de sus derrotas.
El pequeño comercio es como el teatro: siempre tiene crisis, pero nunca se acaba. Marchan unos y vienen otros. Los hay que incluso se atreven con el Black Friday. Son los audaces. Nos hacen un Black Friday a su manera, claro. Los que miramos los precios todos los días cuando pasamos por delante de los escaparates nos damos cuenta de que aumentan el precio y le hacen una rebaja al precio aumentado. El negocio es negocio, como decía una amiga de mi madre que supo hacerse rica con una carnicería de barrio.
El comercio grande no se queja. Vemos a un Corte Inglés que tanto saca un Black Friday como una Semana Fantástica. Tenemos a los de Media Market diciendo que no son tontos. Carrefour y Alcampo nos bombardean con folletos publicitarios de ofertas al margen de este Black Friday al que también se apuntan.
No sé si iré hoy a un gran centro comercial para contagiarme con la alegría de las compras. Iba a ir a un comercio pequeño, pero no estoy para escuchar las quejas de la tendera diciendo que no se vende nada y que encima se ven obligados a hacernos rebajas por el Black Friday dichoso. Yo quiero alegría. Necesito entrar en una tienda y sentirme como la Pretty Woman que enamoraba a Richard Gere en la gran pantalla.