Revista Cultura y Ocio
El blasón de la libertad tiene las manos cubiertas de sangre y la carne, rasgada con las cuchillas aceradas de un bastión inexpugnable. Crucé un océano inmisericorde que ondeaba pendones enemigos.
Más allá de las olas crespas e insinuantes me espera la prosperidad de un futuro glorificador, pensaba yo con sueños de iluso desterrado.
Muchos fenecieron antes de acariciar siquiera la utopía del paraíso, lejos de los calabozos eternos de la hambruna y una vida infrahumana. Mi rostro es un crisol de sufrimiento y felicidad exultante que ha convertido la alharaca inicial en un espejismo de sueños rotos.
Festejamos, famélicos y moribundos, la llegada a un puerto de horizontes caliginosos, abrazados como héroes de una epopeya.
Somos una marea humana, la avanzadilla de un ejército de almas desahuciadas y osamentas errantes que escapan a miles de un infierno africano, soñando con un purgatorio redentor allende los mares.
A mi lado, tumbada sobre una rudimentaria yacija, una madre casi adolescente arrulla a un bebé sietemesino. Su mirada navega a través del cobertizo donde cohabitan sus compañeros de odisea marina.
Parece preguntarse si es esta la vida soñada, si acaso no dejó atrás las feroces remembranzas africanas para abismarse a una emboscada pletórica de incertidumbres, penurias y calamidades imperecederas.