Revista Libros

“El bosque de la noche”, de Djuna Barnes

Publicado el 08 mayo 2011 por Barcoborracho

“El bosque de la noche”, de Djuna Barnes
RBA Editores, Barcelona 1993Traducción de Ana Mª de la Fuente194 pág.
Apuntes de un lector sobresaltadoToda lectura que conmueve modifica la biografía. Puedo decir que leí esta novela en el transcurso de 11 años. La abandoné la primera vez; es más: tiré el ejemplar y quedé en deuda permanente (aún no subsanada) con la persona que me lo prestó. La razón porque lo hice es completamente, desde cierto punto de vista, incomprensible. Tal vez no hay allí más que un acto reflejo de algún misterio que en ese momento me impelió a volcarme hacia el realismo llano, tipo siglo XIX; o a una vanguardia con una ligazón estrecha, aunque en contraposición, con el realismo. Es decir, era un lector que aceptaba el lenguaje literario, en géneros como la novela o el relato, solo cuando era posible un referente semántico medianamente definido. Únicamente en la poesía me parecía aceptable que el lenguaje represente su danza, su juego de máscaras, su absurdo esencial pero sin embargo, por eso mismo, enfático, cruel, desgarrador. Cuando esta novela me presentó una prosa cuya prosa era –no digo que utilizara técnicas o procedimientos, sino que era- sustancialmente poética, me desamparé. ¿Contra qué pilar sujetaría el techo de la lógica para que no se me caiga en la cabeza? Vine a descubrirme, al hojear unas cuantas páginas de esta novela, como un muchacho bastante trivial a pesar de que a la imaginación creativa ya había volcado mi expectativa de vida. Y no solo me descubrí así: racionalista, cuadrado, lógico; sino también, profundamente anclado en el sentido común, o lo que comprendía entonces como sentido común. Pensé: si la novela es capaz de articular la desvaída y arbitraria prosa del mundo, entonces tiene que haber un posible orden, un eje al que llegar para a partir de allí serenar su esquizofrenia y escuchar la melodía que subyace en ella. Supuse asimismo que ese botón de dicha, el clítoris de la vida, era el que debía manipularse para producir orgasmos estéticos, y perturbar, de paso, pero en otro orden, la soñolienta entrega al desenfreno cotidiano. Múltiples lecturas y experiencias han operado en mí desde entonces, manipulando mis usuales sinapsis, para reubicarme en un plano relativamente más abierto a la hora de observar la novela. Puedo decir que en el realismo acepto ahora la infiltración poética, permutando su hondo romanticismo, abriéndolo a un sentido más incomprensible, pero a la vez más esencial. Aprendí a leer la pretensión arbitraria de la novela como una arbitrariedad, como un orden diferente al de la vida, un mundo aparte, como se dice, una creación, pero por eso mismo, como la otra cara de la misma moneda, más ligada a ella, más encadenada. Y entonces vuelvo a leer El bosque de la noche, vuelvo a enfrentarme a su radicalidad. Prosa y poesía son lo mismo, frasea Barnes, frutos de la misma materia, del mismo follaje de signos y correspondencias, que envuelven y desesperan al ser humano, pero a la vez le permiten trascender. Las tragedias de la vida, el amor, el arte, la libertad, son metáforas de una oscuridad ininteligible. Es posible escribir, por tanto, sin desprenderse del realismo, como lo demuestra Barnes, emergiendo de esa oscuridad, de esa noche, de su bosque espeso, y en el instante de un parpadeo, de la breve levedad de una oración, detenerse y observar, en el punto neutro en que la semiología y la biología tropiezan, algo también ininteligible, y luego volverse a sumergir. Tal como ocurre en la poesía, en la pintura, en la música: igual que en algunas raras páginas de las innumerables novelas que afanosamente se han escrito (y leí) hasta ahora.
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