Hace algunos años el cine de terror miró hacia Oriente y más concretamente hacia Japón buscando nuevos títulos que impactaran al público occidental. Fue una horda de fantasmales niños azules, mujeres con larguísimo cabello moreno y cintas VHS con maldición los que variaron durante unos años las temáticas de este género. No solo eso, las nuevas ideas calaron en algunos directores jóvenes estadounidenses que decidieron apostar por rodar remakes de las mismas y muchas otras con influencia coreana o nipona. Este año parece que vuelve la moda con este El bosque de los suicidios, un film que nos transporta cerca del monte Fuji donde un extraño lugar es tomado por la noche por las fuerzas del mal en forma de espíritus y fantasmas de lo más malévolo. En realidad toma como origen una leyenda urbana que tiene como protagonista el famoso bosque de Aokigahara, un gigantesco mar de árboles que cubre una extensión plagada de cuevas de roca volcánica. Es el lugar elegido para que muchos potenciales suicidas se adentren en sus dominios y hagan realidad su deseo de abandonar este mundo.
La protagonista de El bosque de los suicidios, una nada desconocida Natalie Dorner, viaja hasta allí buscando a su hermana gemela presintiendo, gracias a un extraño vínculo que las une que está en grave peligro e intentando vencer a sus propios fantasmas del pasado. Lo que encontrará allí junto a un compañero inesperado y un guía local sabelotodo no va a ser de su agrado.
Todas las fórmulas del cine de terror actual salen a pasear de la mano de su director, un joven Jason Zada, nuevo en estas lides. Conoce el trabajo de clásicos como Sam Raimi o de alumnos aventajados como James Wan además de los maestros orientales. No le hace falta mostrar a cada minuto un monstruoso ser para asustarnos, para eso ya están los golpes de sonido atronadores en algún caso y la oscuridad que ya de por si da miedo al no poder ver aquello que nos persigue o nos amenaza.
El juego que se crea de realidad y fantasía en la mente de la joven no solo le confunde a ella sino a todos los que vivimos su terrorífica experiencia buscando una justificación a sus actos a veces dominados por la locura o por las fuerzas demoniacas que habitan en aquel lugar. Lo peor de todo es que aunque nos creemos todas las historias que nos están contando conocemos el desenlace de cada una de ellas no existiendo sorpresa ni en cada uno de los sustos o ataques ni en un final que ya sospechamos desde la mitad del film. Es quizás su punto más negativo nunca salvado en cada escena ni en su génesis ni en su punto final. Hemos visto tanto de eso y más de aquello que pocas cosas ya nos impresionan. Luces que se apagan y encienden en pasillos en penumbra, ahorcados que vuelven a la vida, cadáveres tapados con sábanas que parecen respirar y tiendas de campaña amenazadas desde el exterior sin brujas y lejos de Blair. Si Tobe Hooper o Brian Gibson asomaran la cabeza descubrirían asombrados como han cogido prestado algunos de sus trucos como la presencia de gusanos vivos en carne, en este caso no un filete sino una mano o como la tierra puede tragarse a un ser humano que esta vez sí nos dio bastante dentera en la segunda parte de la trilogía de Poltergeist.
De El bosque de los suicidios le compro a Zada las magníficas vistas aéreas del bosque con las nada siniestras copas de los árboles a plena luz del día o la valentía de la bella protagonista que no solo se limita a correr, gritar y ser víctima de todo tipo de perrerías sino que se enfrenta a cualquier cosa por amor a su hermana. No obstante sigue adoleciendo de algunos de los errores que cometieron aquellas jóvenes rubias, vírgenes y tontas de las películas slasher de los 80. ¡No abras esa puerta, ¡no mires ahí! o ¡acaba con el monstruo! son frases que volvemos a repetir treinta años después. ¡Hay cosas que nunca cambian!
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