La mañana no era calurosa; sin embargo, después de todo el esfuerzo físico que había tenido que realizar, estaba agotada, le costaba trabajo respirar y no conseguía ponerse de pie. Como pudo, enderezó la espalda y trabajosamente se secó el sudor que le cubría la frente y las mejillas.Era una mujer de mediana edad, robusta y de pequeña estatura.Su rostro y su figura dejaban adivinar un pasado de cierta belleza que ya le era esquiva.Trató de componerse y de inmediato se avocó a la tarea de ordenar el desastre que había dejado en el galponcito.Antes de iniciar la carnicería, no había imaginado toda la sangre, fragmentos de huesos y vísceras que, en proporciones desiguales a la vez que notorias, se podían esparcir por el lugar al momento de matar y descuartizar una persona.Sabía que debía apurarse para concluir la limpieza antes de que regresaran los demás de la última misa de la mañana.Ser la dueña de la casa de huéspedes del pueblo y poco religiosa tenía sus ventajas, pensó mientras se deshacía de posibles evidencias que pudieran incriminarla. Asesinar no era tarea simple. Nunca antes lo había hecho; había ayudado en la matanza de las gallinas, en carnear corderos o en desangrar algún cerdo. Pero, matar una persona que la superaba en fuerza y habilidad se planteó como una tarea incómoda, irracional.No era una asesina.La ocasión la había convertido en una mueca desesperada que - en un rapto de oportunismo e impunidad – había quitado la vida de alguien por banales circunstancias.
Una media hora más tarde, terminó de asear y poner todo en su lugar: cada porción útil de carne había sido colocada en un gancho del congelador de la cocina; cada víscera, amasijo de piel, cuero cabelludo o venas habían sido removidos con pericia y delicado cuidado.La cabeza, envuelta en varias bolsas de plástico y escondida en un rincón del congelador, esperaría mejor ocasión para ser enterrada en el jardincito, bajo el limonero. Ahora, el tiempo apremiaba y debía mantenerse calmada y segura. Haber aprendido, desde pequeña, el arte de faenar animales, le había permitido realizar la tarea con mano diestra y fría templanza. Sin esos conocimientos, el desastre hubiera sido mayúsculo, sin dudas.
Poco a poco, fueron regresando los huéspedes, vestidos con sus mejores prendas (vestimentas de domingo para ir a misa o al paseo vespertino por la plaza del pueblo). Las risas y las conversaciones le advirtieron sobre su proximidad. Felicia los esperaba en la puerta del comedor de la vieja casa de dos plantas con una sonrisa franca en el rostro, mientras restregaba sus manos como intentando secarlas en el blanco delantal de cocina que ocultaba un vestido descolorido, pero pulcro.
-¿Qué delicia nos preparó, estimada señora mía? – preguntó Evaristo con su habitual modo ceremonioso y galante.-Unos fideos, amasados con mis propias manos, según una receta que trajo mi abuela de su tierra natal.No van a dejar ni rastro en los platos.Están riquísimos – contestó, dichosa, Felicia.- No lo dudo. Con la mano que tiene para la cocina, deben estar deliciosos - intervino María, la menor de dos hermanas solteronas que alquilaban una habitación doble hacía cinco años.- Bueno, en veinte minutos los espero a todos sentados a la mesa. No se retrasen que la comida fría pierde sabor - indicó Felicia y se puso en camino hacia la cocina para ultimar los detalles del almuerzo. Una vez allí, observó a Carmen (su única hija, servicial y bondadosa, pero corta de inteligencia), quien revolvía con un cucharón largo la cacerola enorme que descansaba sobre la hornalla más grande.Los comensales, en pequeños grupitos, se fueron acercando a la larga y robusta mesa del comedor, vestida con el mantel blanco con bordados de delicadas rosas en las esquinas que solía utilizarse los días domingo.Ocuparon cada uno de ellos sus puestos a la mesa: Evaristo, un hombre de unos setenta años, viudo, que había llegado de Buenos Aires cansado del bullicio y que después de pasar un verano en la casa de huéspedes, porque el hotelcito del pueblo estaba todo ocupado, decidió quedarse a vivir allí desde entonces.María y Teresa, las hermanas solteronas que fueron profesoras de corte y confección en la academia del pueblo; a las que un pariente despiadado había dejado en la calle, robándoles, con malas artes, la propiedad heredada de su madre.Raúl, representante comercial de una firma internacional de tractores que visitaba el pueblo una vez por mes y, desde hacía años, se hospedaba en casa de Felicia por la esmerada atención de su dueña, la buena comida y los precios acomodados.Amalia, la maestra jubilada de un pueblo vecino que - entre rumores de romance indebido con un hombre más joven y casado – se vio forzada a refugiarse en Benítez, un pequeño pueblo de la pampa húmeda donde los habitantes se conocen las caras, las mentiras y las mañas.Una vez que estuvieron todos reunidos, alguno de ellos notó la ausencia de Manuel, el huésped llegado hacía sólo algunas semanas desde Rosario, con una valija pequeña y un bolsito bien mullido, de cara lánguida, poco conversador aunque educado y gentil. Esperaron en vano algunos minutos, creyendo que se habría retrasado entretenido en alguna tarea; pero, al ver que no aparecía, comenzaron a inquietarse:
- ¿Alguien vio a este muchacho hoy? - preguntó Evaristo, apurado por resolver el misterio para dedicar toda su atención a la bandeja de pasta tentadora que, con aroma y colorido, lo atraía desde el centro de la mesa.- Sí, yo lo vi temprano. Como siempre, salió a comprar el diario y los cigarrillos - contestó Teresa, quien no le perdía pisada al nuevo inquilino con intención de hacerse amiga, aunque el citadino nunca le había dado la menor chance.- Entonces, ¿alguien lo vio regresar? - insistió, impaciente, Evaristo.- Yo, la verdad, estuve ocupada toda la mañana con el almuerzo y la limpieza. No lo vi entrar ni salir, pero no pudo haber ido muy lejos porque todas sus pertenencias siguen en su dormitorio y no me avisó que se iría – sentenció Felicia, mientras hacía ademanes para servir el almuerzo.- Bueno, tal vez se entretuvo conversando con alguien en el bar de la plaza o quiso salir a almorzar por ahí – intervino Raúl.- Empecemos, entonces, de una vez que la comida merece nuestros honores y la anfitriona nuestros elogios – afirmó Evaristo con voz de jurado de concurso de belleza pueblerino y agregó – Si Manuel no está, él se lo pierde porque estos fideos son una delicia -.
Los siete convidados estuvieron de acuerdo y el almuerzo transcurrió entre los habituales comentarios sobre el sermón del padre Luis, las novedades sobre amoríos, peleas y desvaríos de los vecinos, y los elogios a la receta de la abuela.Después de almorzar, cada huésped se retiró a su habitación para descansar. Era un pueblo y la siesta, una imposición tan estipulada como el paso irremediable de las horas.
Mientras los inquilinos descansaban - tras haberse ocupado de dejar impecables y brillantes la vajilla y la cocina - Felicia se encerró en el cuartito de costura.Cerró con cuidado las celosías de las ventanas y corrió las cortinas de seda envejecidas.La única luz en la pequeña habitación provenía de una vela que devolvía fantasmales siluetas de cada uno de los trastos viejos que se amontonaban en el lugar.Sentada frente a la vetusta máquina de coser, abrió el bolsito mullido, tratando de que la cremallera hiciera el menor ruido posible (el silencio de la calle y de la estancia amplificaban cualquier imperceptible sonido, generando ecos por doquier). Ante sus curiosos ojos, unos gruesos fajos de billetes se asomaron entre trapos de tela y recortes de diarios. Con delicadeza, fue sacando cada objeto con el propósito de escrutarlo. Contó los billetes y pensó cuántas cosas haría con todo ese dinero: se compraría algo de ropa nueva para reemplazar la que tantas veces había tenido que remendar; un lindo corte de cabello la haría sentir menos vieja; podría hacer arreglar la gotera que arruinaba el piso del desván; algo de ropa para Carmencita y un nuevo sillón para que se hamaque en el patio (bajo la glicina, donde tanto le gusta sentarse) mientras le da de comer a las aves que visitan el jardincito adyacente… No tendría que preocuparse más por las deudas o los pagos fuera de término de sus huéspedes.El ruido de unos pasos en el primer piso la devolvió a la realidad y apuró la tarea para no despertar sospechas.Semiagazapada, leyó entrecortados los artículos periodísticos que encontró doblados con esmerado cuidado.Todos se referían al robo de la sucursal Rosario del Banco Provincial de Santa Fe. Había sido todo un suceso y la prensa dedicó abundante espacio para narrar los pormenores del hecho. Hasta los canales de televisión de Buenos Aires habían transmitido, durante varios días, los avances en una investigación que parecía condenada al fracaso, puesto que no se tenían mayores pistas sobre los cuatro delincuentes encapuchados que habían burlado, con ingenio y oficio, los sistemas de seguridad, llevándose consigo un botín de más de diez millones de pesos.Felicia sacó conclusiones con rapidez y determinó que Manuel era uno de aquellos ladrones.No era muy inteligente, pero tampoco se necesitaba mucha sesera para dar crédito a su hipótesis: Manuel había llegado al pueblo, buscando dónde hospedarse, unas semanas después del gran robo.Nunca habló mucho sobre su vida ni sus asuntos personales. Pagó por adelantado seis meses de alquiler del cuarto más escondido y con peor vista de la pensión (con una ventana que desembocaba en la terraza del galponcito, pegado al techo de la casa lindera), aunque Felicia le había mostrado mejores y más cómodas habitaciones. A diario, compraba el periódico y se encerraba a leerlo, abandonándolo a la tarde en la mesita de la sala de estar, sin las secciones policial y deportiva. Cierta noche, mientras miraban un noticiero, pudo observarlo revolverse inquieto en el sofá - con la excusa de no encontrar postura cómoda tras una noche de mal sueño – mientras daban detalles de las pistas del robo que la policía estaba investigando. Ahora, el bolso con todo ese dinero y los recortes periodísticos terminaban de confirmar sus sospechas.Con cierta tranquilidad, sacó el dinero del bolsito (dejando abandonadas las cintas de papel con un sello borroneado que envolvían cada fajo) y lo escondió en un hueco del piso de pinotea, convenientemente disimulado por la pata del mueblecito que guardaba pesados tapados de invierno pasados de moda, algún vestido de fiesta envuelto y protegido con naftalina, manteles en desuso, piezas de tela para confeccionar nuevas cortinas para el living y diversos artículos de costura.Ocultó debajo de su vestido amplio el bolsito que, ahora, sólo guardaba los recortes periodísticos, las cintas selladas y los trapos derruidos. Apagó la vela, corrió las cortinas y salió de la habitación con sigilo para dirigirse a las escaleras. Subió al primer piso con cierta precaución y se encaminó por el corredor hacia la última habitación, la de Manuel.Miró en el sentido opuesto del pasillo para corroborar que nadie pudiera sorprenderla y golpeó a la puerta.Se trataba de un acto reflejo.Imposible que el huésped pudiera encontrarse en su cuarto.Sin embargo, algún otro inquilino podría estar hurgando en su dormitorio, tratando de encontrar respuestas a la desaparición de Manuel. Como esperaba, nadie contestó a su llamado.Entonces, entró en la habitación donde todo permanecía en orden como lo había dejado esa mañana: la cama tendida, el escaso mobiliario bien acomodado y la ropa, al igual que las pertenencias, intactas.Con rapidez, devolvió el bolsito al lugar donde lo había encontrado y salió silenciosamente del cuarto. Había pensado varias excusas por si algún pensionista la veía entrar o salir de la habitación del joven; creyó que la más acertada sería, a la vez, la más obvia: preocupada, fue a verificar si Manuel ya había regresado.Más aliviada por no haberse cruzado con nadie, pudo dirigirse a su propio dormitorio sin más demoras.Puso llave a la puerta de su cuarto y se dispuso a descansar mientras recapitulaba sobre lo ocurrido. Sin embargo, el cansancio le ganó a su voluntad y quedó profundamente dormida.Soñó con elegantes vestidos, paseos por Buenos Aires, una casa hermosa y un caballero que la acompañaba, abriéndole las puertas y cediéndole el asiento. No sintió la pesada carga (que durante el día la abrumaba) de cuidar una hija boba y llevar adelante una casa de huéspedes, estando completamente sola.
Fin de la Primera Parte
©Silvina L. Fernández Di LisioAdvertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.