Al llegar a la cocina, pudo ver que Carmen todavía se entretenía dándoles migas de pan a los pájaros en el patio, bajo la glicina perfumada. La imagen, aunque se repetía cada tarde, no dejaba de enternecerla. Carmen - a pesar de tener problemas y causar más de un disgusto a su madre - era lo más preciado que le quedaba a Felicia, tenaz y trabajadora, cansada de luchar con perseverancia y sentir que, sin embargo, no avanzaba nunca hacia el bienestar económico que anhelaba.Es verdad que era dueña de la casa de huéspedes (eufemismo con el que se designaba a la pensión del pueblo: albergue para los menos pudientes o los ocasionales visitantes que no lograban obtener un cuarto decente en el hotel del lugar), pero nunca había dejado de ser cocinera, mucama, jardinera, costurera, enfermera y hasta electricista porque el dinero no alcanzaba para cubrir los gastos que generaba la enfermedad de Carmen y porque estaba sola para ponerle el hombro a las obligaciones y a la adversidad.
Mientras se reponía de estos pensamientos – convencida de que un golpe de suerte, al fin, había cambiado su destino - se colgó del cuello el delantal de cocina y acomodó la tabla de picar en la mesa auxiliar.Acercó el montón de cebollas, puerros, papas y acelgas y comenzó a limpiar y picar la verdura con diestra habilidad.Se sentía descansada y tarareaba, casi sin darse cuenta, un vals mientras concluía los preparativos.Fue al congelador y sacó un pedazo de carne que esa misma mañana había puesto allí; lo limpió con cuidado y lo cortó en pequeños cubos con la cuchilla recientemente afilada. Mientras iba avanzando en las tareas, escuchó la llegada de sus inquilinos. Amalia, Teresa y María regresaban de la laguna.Raúl y Evaristo, en cambio, habían pasado la tarde entre la confitería y las pesquisas para encontrar a Manuel: habían preguntado a todos los parroquianos por el desaparecido, pero perdieron la pista sobre sus pasos al abandonar la tabaquería.Allí, el dueño les contó que esa mañana le había vendido los cigarrillos habituales y que se despidieron hasta el día siguiente con total normalidad.Cada recién llegado consultaba a Felicia por noticias sobre Manuel, pero del hombre no había rastro alguno.Preocupados, los pensionistas le solicitaron autorización a la dueña para revisar la habitación del desaparecido, intentando encontrar alguna pista que permitiera comprender su repentina ausencia. Al rato, algunos de ellos regresaron convencidos de que algo malo debía haber ocurrido porque las pertenencias del hombre, al igual que su dormitorio, permanecían prolijamente ordenadas.Sin embargo, les había llamado la atención un bolsito que escondía algunos trapos viejos y sucios junto con unas tiras de papel sellado (como las que rodean los fajos de billetes que atesoran las bóvedas de los bancos) y una serie de recortes periodísticos, ordenados cronológicamente, sobre el robo en Rosario. Como consecuencia de los descubrimientos, varias hipótesis comenzaron a tomar forma. Unas decían que Manuel había conocido una misteriosa mujer y que había escapado con ella; otras, suponían que perseguido por las deudas de juego, había tenido que huir de sus acreedores. Por último, alguien sugirió que un accidente en las afueras del pueblo había acabado con su vida.
Evaristo, hombre sagaz y mañoso interrumpió tanta especulación imaginativa con un lapidario dictamen: Manuel era uno de los famosos ladrones del banco de Rosario.- Sí, estoy seguro. Los recortes de diario, las cintas de los billetes, la forma en que llegó a la pensión y la época en que lo hizo. ¿Se acuerdan? Estoy completamnete seguro y me arriesgo a decir que tuvo que escapar porque algún cómplice lo encontró, lo vino a buscar o se vio cercado por la policía. Sólo alguien que huye, deja sus cosas abandonadas y lleva consigo el dinero suficiente como para comenzar una nueva vida... Porque aquí sólo dejó las cintas; los billetes, seguramente, se los llevó al escapar. Los demás huéspedes y la propia Felicia se mostraron sorprendidos - al tiempo que la teoría de Evaristo no les parecía del todo disparatada - aunque, no podían dejar de cuestionarse cómo no lo habían sospechado antes.Las conjeturas fueron desvaneciéndose del mismo modo que el día y la noche los encontró entretenidos con pesquisas detectivescas. Mientras decidían si llamar a la policía para informarle la desaparición de Manuel o denunciar sus sospechas, Carmen y Felicia preparaban la mesa para servir la cena.Al momento de sentarse a cenar - mientras la guisera que había sido colocada en el centro de la mesa despedía altas columnas de un vapor con sabroso aroma - sonó el timbre.Felicia, algo molesta por lo inoportuno de la visita, acudió al llamado y el pánico que le provocó lo que encontró al abrir la puerta la dejó pálida.Reponiéndose lo mejor que pudo e intentando no llamar la atención, acompañó a los visitantes hasta el salón comedor.Los comensales se inquietaron, igualmente, al ver a dos agentes de policía que no pertenecían a la delegación del pueblo (oficiales serviciales y campechanos, poco acostumbrados a delitos más sofisticados que algún robo de animales o destrozos provocados por un ocasional borracho).Uno de los uniformados, educado y ceremonioso, aclaró su voz y se dirigió a los presentes.- Disculpen, damas y caballeros, por lo inoportuna de nuestra visita. Soy el sargento Cabrera y él es el sargento López. Pertenecemos a la Policía de Santa Fe y buscamos a Roberto Ramírez, quien también se hace llamar Manuel Ramírez.
En ese momento, el hombre sacó de adentro de una carpeta ajada una fotografía algo deslucida del sospechoso, que le entregó a López para que la acercara a los huéspedes. Tras algunos segundos que parecieron eternos, el silencio se diluyó muy lentamente mientras la imagen iba paseando de mano en mano y los reunidos murmuraban palabras sueltas que no alcanzaban a escucharse, al tiempo que reconocían al retratado. Apurada, Felicia explicó a los policías que el hombre se había hospedado en el lugar durante las últimas semanas y que había desaparecido esa misma mañana sin volver a tenerse noticias de él, dejando en su dormitorio todos sus objetos y su ropa. Entonces, se ofreció a acompañarlos hasta su habitación para que la pudieran ver ellos mismos y les contó pormenores de cómo y cuándo había llegado Manuel al lugar.
Desde ese momento, Cabrera y López recorrieron la vieja casona con detenimiento, subiendo, bajando y saliendo al patiecito y al pequeño jardín en reiteradas oportunidades.Desde el cuarto de Manuel a los otros dormitorios, pasando por la terraza y el desván con la gotera; desde el patio al galponcito, llegando hasta el cuarto de costura y el jardín, escrutaron cada rincón de la propiedad.Asimismo, revisaron con mucho cuidado y esmero los objetos y las ropas que había abandonado el ladrón, mientras los huéspedes y la propietaria los observaban con recelo y fascinación.La única que parecía divertida con tanto movimiento y risitas nerviosas era Carmen que sonreía, mirando todo el revuelo que se había generado en su tranquilo hogar como si se tratara de un gag de alguna película de enredos.Una vez concluida la requisa policial, los oficiales pidieron nuevamente disculpas a los presentes por tanto alboroto y, cuando se disponían a abandonar la estancia, Felicia los invitó a quedarse a cenar. Tanto Evaristo como Raúl y Amelia recibieron con buen agrado la invitación presentada e insistieron con el ofrecimiento; mientras que Teresa y María, algo conmovidas aún por la situación, no emitieron palabra alguna. Ante tanta insistencia y para no parecer maleducados, Cabrera y López accedieron a aceptar de buen grado la invitación, porque el aroma que despedía el guiso los había seducido desde el momento mismo en que habían cruzado el umbral de la puerta.
- Señores, no lo van a lamentar. Esta mujer cocina con mano de ángel.Además, no creo que esta noche puedan alcanzar al fugitivo que ya les lleva todo un día de ventaja.Mejor repongan fuerzas; así mañana tendrán mejor suerte y más alegría para trabajar – sentenció, con una sonrisa, Evaristo.
Algo más distendidos, comensales e invitados fueron sentándose a la mesa que ya contaba con dos nuevos puestos. Entretanto, la dueña de casa ayudada por su hija, iba sirviendo porciones del guiso de verduras y carne que había preparado.López, tras degustar la primera cucharada de la preparación, confesó con inocente sinceridad:- Estimada señora, es usted una excelente cocinera.En verdad, hacía mucho tiempo que no probaba una delicia semejante a esta.
©Silvina L. Fernández Di LisioAdvertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.