Revista Filosofía
La autopsia reveló que un estado de angustia irrefrenable fue la causa de que el botón saltara del ojal al vacío.
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Tratando de escapar de la realidad, se hundió en el sueño más profundo; ahora anda perdido en el laberinto de sus pesadillas.
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El día del juicio, le llamaron por su nombre, le leyeron la sentencia y le exigieron que eligiera entre una celda con ventana y El Pequeño Larousse.
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Le ha puesto el nombre de sus enemigos a cada uno de los barrotes de su calabozo, y se venga de ellos apretándolos con toda su fuerza.
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La hormiga escaló hasta la antorcha de la estatua de la Libertad y se preguntó si alguien habría estado observando su hazaña.
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Ella escribe cartas de amor todas las noches y el cartero las deja en un buzón distinto cada día.
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«No tengo miedo» –dijo, y empuñó la pluma para disparar todos sus pensamientos. No pudieron arrestarlo, porque escribía desnudo y su cuerpo estaba embadurnado de tinta de la cabeza a los pies.
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Creía que dormía sola, hasta que se dio vuelta y vio a la Incertidumbre con la Angustia y el Miedo en un ménage à troi.
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«¿Por qué dice usted que fue un suicidio involuntario?» –preguntó el juez, y el testigo respondió: «Porque hay ciertas verdades que un hombre sensato no debe admitir frente a su mujer».
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No creía en Dios, y sin embargo estaba seguro de que le era imposible ocultarse.
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La hormiga avanzaba sorteando ágilmente los obstáculos cuando una inmensa gota de lluvia cayó sobre la hoja que llevaba encima.
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Deseaba tanto ser escritor, que sus amigos llenaban cientos de páginas con sus historias y él estampaba en la portada de cada libro las huellas de sus muñones.
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Ella prometió que le esperaría; cuando el marinero regresó al puerto, amarró el barco al vetusto esqueleto de su novia.
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Todo lo perdió en el juego, excepto el as de espadas con el que se degolló.
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La hormiga salió a explorar el mundo, y un vendaval de mal aliento la arrojó a un estanque de olas jabonosas.
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Cada vez que el verdugo ejecutaba a un condenado, su conciencia se transformaba en un gigante cuyas lágrimas empapaban su capucha.
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El relojero no supo en qué momento la muerte le sorprendió, pues ese día todos los relojes que había en su taller estaban desarmados.
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Al salir de la tienda, el pasante preguntó a su jefe: «¿No le parece injusto haberlo sancionado por una simple coma?» El Inspector de Hacienda respondió: «En lo absoluto. Ya aprenderás que por cada coma que falte en sus facturas, tú podrás comer un plato más».
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El infeliz murió sentado en el quicio de la puerta de su casa sin llegar a ver pasar el cadáver de su enemigo.
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Le obligaban a marchar, y nadie marchaba tan rápido como él; le obligaban a gritar consignas, y nadie gritaba tan fuerte como él; le obligaban a levantar el puño, y nadie lo levantaba tan alto como él; le obligaban a pensar de una misma manera, y nadie pensaba de la misma manera que él.
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Su trabajo en el Metro consistía en recoger las huellas de todas las pisadas a lo largo del andén; al final de la jornada, exhausto y satisfecho, entraba en el viejo vagón abandonado, se echaba en un asiento, apoyaba la cabeza en aquella enorme bolsa y recorría toda la ciudad.
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El consternado viudo leyó el titular: «Llora por la perdida de su mujer»; encolerizado, decidió demandar al periódico por difamación gramatical.