El perfil subterráneo fue el guión de su recorrido futbolero. Asomó en silencio, allá por el invierno de 1998, y cerró su carrera lejos del ruido mediático. A los 32 años, Sebastián Battaglia frenó la pelota y, herido por una osteocondritis en el tobillo derecho, dio a conocer su retiro. El currículum lo destaca como el nombre más ganador de la historia de Boca, con 17 títulos en su cuerpo. Fue un nombre de peso en los ciclos de Carlos Bianchi, el equilibrista de Coco Basile y la voz unificadora en un vestuario dominado por los egos de Riquelme y Palermo. Los datos retratan el valor simbólico de Battaglia, pero no su estilo. La figura del ex futbolista xeneize encaja en esta reflexión del irlandés Eamonn Dunphy. En su artículo ¿Sólo un juego?, dijo del buen profesional: “El no es necesariamente un gran jugador, o el mejor jugador del equipo, aunque puede ser ambas cosas. Su grandeza está más relacionada con su disposición que con su talento (…) El buen profesional siempre acepta la responsabilidad, la suya y, cuando las cosas se ponen duras, la de los demás compañeros. Si estás en la mierda, después de conceder a tu rival uno o dos metros, el buen profesional acudirá a rescatarte para hacer lo que a los ojos para hacer lo que a los ojos de la gente parece una simleintercepción. A veces, está exhausto, o desesperado, pero nunca fuera del partido, nunca en la lista de desaparecidos. El es mi jugador. El es el futbolista de los futbolistas”, escribió el irlandés y reprodujo Santiago Segurola, en su libro Héroes de nuestro tiempo. Battaglia respondió, en efecto, a la descripción de Dunphy. Fue algo más que un símbolo de Boca. Fue un profesional de toda la vida.