Viajar en autobús durante el mes de diciembre es siempre una aventura arriesgada. Las carreteras del norte del país se convierten en peligrosas pistas de patinaje para los millones de vehículos que las transitan de ordinario.
Preparado para un trayecto de dieciséis horas y armado con la bendición de mi madre, tres dólares y un par de sándwiches, inicié mi peregrinaje anual hacia Milwaukee, donde mis abuelos suelen recibirme para festejar la velada de “año nuevo”. La noche anterior a mi viaje habían caído nueve pulgadas de nieve sobre el estado de Missouri y doce sobre Illinois. Antes de marcharme, mi madre me dio un cobertor en la central de autobuses de Dallas, mismo que tomé de mala gana como buen adolescente.
A unas pocas cuadras de haber comenzado la ruta, justo cuando me disponía a darle un mordisco a mi primer sándwich, el hombre abordó. No puedo decir que era un vagabundo, pero su aspecto daba las señales: barba crecida, zapatos gastados, jeans raídos y un abrigo delgado. Debo anotar que me pareció injusto que el chofer hiciera un alto no programado para recoger un pasajero más, lo cual se reveló en mi mirada. Ella, o tal vez mi pensamiento, lo atrajo hacia mí y de catorce asientos disponibles eligió el que estaba enseguida del mío. Su olor a vinagre rancio espantó mi hambre, por lo que envolví el sándwich y lo escondí con recelo.
Traté de dormir, pero el aroma del hombre era tan pestilente que tardé varios minutos en conciliar el sueño. De pronto, mi indeseable acompañante me despertó porque le “molestaban” mis ronquidos. Tal no me hizo gracia y se lo iba a decir pero en ese instante me extendió mi cartera explicando que se había caído al suelo del autobús. De mi boca solo salió un reseco aunque sincero “gracias”. Esperé a que él se quedara dormido para abrirla y me alegré al constatar que toda mi fortuna, es decir los tres dólares que mi padre me dio a regañadientes en la estación, estaba en su sitio. Para combatir mi insomnio me comí el sándwich. Luego, consulté mi reloj. Apenas habían transcurrido tres horas, quedaban trece por delante.
Transitamos por Missouri y en San Luis, lugar de descanso obligado, gasté un dólar y medio en un café para acompañar mi segundo sándwich. El frío en el interior del autobús iba en aumento, pero eso no parecía molestar al vagabundo ─así lo había apodado─, quien permaneció en su asiento, dormido. Cerca de la ciudad de Chicago y a una hora de mi destino final la nevada arreció. El chofer recibió órdenes de detenerse en la central. “Solo será por unos minutos”, anunció y nos obligó a introducirnos en el edificio. Los presumidos minutos se convirtieron en tres horas.
El hambre comenzó a provocar estragos en mi estómago y mis precarios recursos me obligaron a elegir entre comprar una cajetilla de cigarros o un café. Elegí los cigarros e introduje las últimas monedas que me restaban una por una, con cuidado, repasándolas como si les estuviese sacando brillo antes de dárselas a comer a la máquina expendedora. Presioné el usual botón rojo y nada, di un golpe sobre el panel y nada… un golpe más y nada.
El vagabundo se acercó para preguntarme si tenía algún un problema, asentí. Dijo: “Cuídame las espaldas” y aporreó la máquina fuertemente con los pies y con las manos. La máquina escupió no una, sino dos cajetillas. Abrí la ventanilla del depósito y las retiré. El vagabundo comenzaba a alejarse cuando exclamé: “¡Ea, gracias!” y le obsequié una de ellas. En ese momento, en el altavoz se anunció la reanudación de la corrida.
Llegamos a nuestro destino con retraso. Perdí de vista al vagabundo mientras recibía los abrazos de mis abuelos. ¿Cómo hizo para soportar el hambre y el frío? Lo ignoro. Solo sé que jamás lo vi en las calles de Milwaukee durante los diez días que permanecí en esa ciudad, a pesar de que solía recorrerlas buscando entre las multitudes a mi nuevo amigo.
Por Alejandra Meza Fourzán
alejandramezafourzan.wordpress.com