Revista Cultura y Ocio
Apuleyo
El propietario destellaba de alegría. Hizo llamar a los esclavos que me habían comprado y, acto seguido, ordenó que se les devolviera por cuadruplicado la suma de dinero que pagaron por mí y –previa recomendación– me confió al más acomodado de sus libertos preferidos. El exesclavo me trataba con bastante consideración y delicadeza y, para ganarse la simpatía de su patrón, ponía todo su empeño en divertirlo a expensas de mis habilidades. En primer lugar me enseñó a instalarme en la mesa apoyándome sobre el codo. Luego a luchar e incluso a bailar con las patas delanteras en alto; pero particularmente y como máxima atracción, me instruyó en la técnica de hablar con gestos adecuados: echar la cabeza hacia atrás significaba «no» y la inclinación hacia delante significaba «sí»; cuando tenía sed miraba al aguador y le pedía bebida guiñando alternativamente ambos ojos. Podía aprender todo eso con mucha facilidad y, por supuesto, hubiera sabido hacerlo sin que nadie me instruyera. Pero me reservaba por miedo: pues si imitaba con mucha fidelidad los modales del hombre sin atenerme a las lecciones recibidas, la gente me podría tomar por siniestro agüero y, como monstruo sobrenatural, acabarían por cortarme el cuello para engordar los buitres a mis expensas. Antes de continuar –creo que debí haber empezado por ahí–, voy a referir quién era mi propietario y de dónde venía. Su nombre era Tiaso y provenía de Corinto, capital de toda la provincia de Acaya. Luego de desempeñar todos los cargos a que tenía derecho por la nobleza de su cuna y por sus méritos, le llegó el nombramiento de magistrado quinquenal. Y para que el acto de investir las insignias se celebrara con el debido esplendor, había prometido realizar durante tres días seguidos un grandioso combate de gladiadores. Para que su munificencia fuera más deslumbrante y movido por su afán de popularidad, había llegado hasta Tesalia en busca de animales de pura sangre y de gladiadores con renombre. Después de organizarlo todo a su gusto y hacer las compras, se disponía a volver a casa. Pues bien, dejó de lado sus lujosos vehículos y sus cómodas carrozas que, con sus cortinas entreabiertas, seguían vacías en la cola de la caravana; tampoco utilizó sus caballos tesalios u otras monturas galas de pura raza y muy estimadas. Sólo yo contaba: me puso jaeces de oro, albarda colorada, mantas de púrpura, frenos de plata, riendas repujadas y cascabeles de fino tintineo. Tiaso iba montado en mi grupa y como yo era su máximo cariño, de vez en cuando se hacía mieles para hablarme diciendo que entre tantas cosas buenas su mayor felicidad era tenerme a mí como compañero de mesa y como montura a la vez. Al término del viaje, realizado algunos tramos por tierra y otros por mar, llegamos a Corinto; todo el pueblo acudió en masa y según pude observar la gente no venía para aplaudir a Tiaso sino por la curiosidad de conocerme a mí. Pues la fama de mis capacidades extranaturales se había divulgado tanto en aquel país, que todos pagaban por verme, lo que me convirtió en una respetable fuente de ingresos para mi guardián. Cuando se agolpaba mucho público deseoso de contemplar mis prodigiosas mañas, él cerraba la puerta y sólo dejaba entrar a uno por uno, y así con las propinas que iba recogiendo obtenía un sueldo bastante aceptable al final de la jornada. Había en el círculo de mis admiradores una señora distinguida y de elevada posición social. Pagó como los demás para verme y quedó encantada con mi gran variedad de monerías; insensiblemente pasó de la admiración constante a una pasión arrebatada; acosada por su extraño capricho, al igual que la mítica Pasifae –madre del Minotauro–, y suspiraba ardientemente en espera de mis rudos abrazos. Obsesionada, acabó proponiendo al encargado de cuidarme una alta suma como pago de una sola noche en mi compañía; él, sin pensar para nada si esto redundaría en mi propio provecho y preocupado solamente en su interés personal, aceptó la propuesta. Una vez terminada la cena salimos del comedor del magistrado dirigiéndonos a mi dormitorio y, al entrar, nos encontramos a la hermosa señora que llevaba ya un buen rato de espera. ¡Bondad de los dioses! ¡Qué lujo de preparativos! Cuatro eunucos listos con toda una provisión de blandos almohadones de plumas arreglaban en el suelo nuestro lecho sobre el cual extendieron con cuidado una alfombra bordada en oro y púrpura de Tiro; encima colocaron todavía más cojines, pequeños desde luego pero en gran cantidad, de esos que usan las señoras elegantes para mullir sus mejillas y sus nucas. Y para no retrasar con su presencia los goces que esperaba la señora, cerraron la puerta de la habitación y se retiraron. En el interior unos cirios encendidos disipaban con su intensa iluminación las tinieblas de la noche. Apenas estuvimos solos ella se despojó de todas sus vestiduras, incluso del sostén que sujetaba su voluptuoso busto y, de pie junto al foco de luz, extrajo de un frasco metálico un aceite perfumado con el que se frotó bien y luego se eternizó ungiéndome igualmente con el mismo perfume, con especial insistencia en mi hocico. Me cubrió entonces de tiernos besos, pero no como los que dan las meretrices en los prostíbulos para mendigar unas monedas o rendir a clientes reacios a pagar; no, por el contrario, eran besos de verdad y desinteresados, que acompañaba con las más dulces palabras: «Te amo», «te deseo», «eres mi único cariño», «sin ti no puedo vivir» y todas esas expresiones a que acuden las mujeres para seducir al hombre o manifestar sus sentimientos. Luego me cogió por la brida y no le resultó difícil hacerme acostar de la manera que me habían enseñado. No había en ello nada nuevo ni complicado para mí, sobre todo cuando después de una continencia tan prolongada veía llegar los abrazos apasionados de una mujer tan bella. Además, me había reconfortado previamente con vino abundante escogido entre los más finos; por último, el más delicioso perfume estimulaba al máximo el ardor de mis deseos. Con todo, me asaltaba una cruel angustia; me daba verdadero horror pensar cómo podría acercarme con tantas patas y de tan protuberantes dimensiones a esa delicada criatura. ¿Cómo abrazarían mis duros cascos aquellos miembros tan leves, tan tiernos que parecían hechos de leche y miel? Sus finos labios rojos destilaban una divina ambrosía: ¿Cómo besarlos con una boca tan amplia, tan enorme, descomunal y grosera, cuyos dientes eran verdaderos bloques de piedra? Y, por último, aunque la lujuria consumiera todos mis miembros, ¿cómo podría una mujer resistir una unión tan desproporcionada? ¡Pobre de mí, si estropeara a una noble dama! Me echarían a las fieras como un número más del espectáculo que preparaba mi amo. Entretanto, ella continuaba con sus provocaciones, con sus besos lascivos, con sus tiernos suspiros y sus miradas de fuego y, como colofón gritó: «ya eres mío, eres todo mío, gorrioncito». Y como ello demostraba que eran vanas mis preocupaciones, que mis reparos no tenían el menor fundamento, nos apretamos en estrecho abrazo, e increíblemente pudo con todo mi instrumento, con todo, como digo. Y cuando yo, por delicadeza y consideración intentaba retirarme, ella volvía a la carga con mayor furia y se ceñía más cerca agarrada a mi espalda. Por Hércules, hasta creí en mi impotencia ante sus ansias y comprendí por qué la madre del Minotauro buscó sus deleites en un amante astado. Al término de una noche laboriosa y en vela, para evitar la indiscreta luz del día, la mujer desapareció, pero no sin acordar antes el mismo precio para la noche siguiente.