Revista Opinión
Toda la jodida, la puñetera vida no es sino una lucha por imponerse a los otros. Esto, ni más ni menos, es lo que hemos dado en denominar el poder. Desde aquellas primitivas tribus en las que la mayoría logró, por fin, imponerse a los líderes, que tenían la fuerza, no se ha dejado un sólo día de luchar por el dominio de los otros. Y esto ahora se lleva a cabo a través del Derecho. Y el Derecho, las puñeteras leyes las promulgan las Cortes y a éstas, teóricamente, las elige el pueblo. Y he escrito “teóricamente” porque no es verdad que a las Cortes las elija el pueblo porque para eso sería necesario que fuera cierto esa base inviolable de la auténtica democracia: un hombre, un voto. La Historia no es sino un continuum pespunteado por hombres nefastos, que no son otros sino aquellos que hacen retroceder a la Humanidad. Los que somos marxistas pensamos que la Historia no es sino el reflejo escrito del devenir del hombre desde la primitiva esclavitud hasta su liberación total. Y creemos que el camino hasta esa liberación es imparable merced a lo que hemos dado en llamar materialismo histórico: el hombre es un ser de necesidades imperiosas que le obligan a trabajar para vivir. Y el trabajo es la primigenia actividad económica de modo que no andaba errado Marx cuando afirmó que todo no es sino la consecuencia de ese sometimiento del hombre a la necesidad de trabajar para satisfacer todas sus necesidades. Y el trabajo es la principal fuente de riqueza de todas las naciones, de manera que el trabajador debería de ser el rey del universo. Y los marxistas optimistas dicen que así será. Pero hay otros marxistas que por más que nos esforzamos vemos la botella medio vacía. ¿O es absolutamente vacía? Es por eso que sus enemigos dicen que el marxismo es una teoría económica radicalmente falsa. Y ¿quienes son los enemigos del marxismo? Es curioso pero los enemigos más acérrimos, y eficaces, del marxismo escribieron entre todos un libro que se tituló precisamente lo contrario, “La sociedad abierta y sus enemigos”, y, qué casualidad, resulta que esos enemigos del liberalismo no eran sino los más grandes filósofos de la historia de la Humanidad. Esto, este hecho histórico, que el liberalismo considere sus enemigos naturales a los mejores pensadores de todos nosotros es extraordinariamente sintomático. En el fondo, el liberalismo es una doctrina esencialmente irracional, pero profundamente coactiva. Se basa en una idea aristocrática de la vida. Ese flujo vital que empuja al hombre a ir continuamente hacia adelante, a mejorar sus condiciones de vida, debe de ser, lógicamente, dirigido y dominado por los mejores. Aristocracia pura y dura y, por lo tanto, esencialmente antidemocrática. Pero estos canallescos pensadores todavía dan un paso más, el imperio de los mejores no es suficiente, en realidad, lo optimo para el mejor desarrollo de la Humanidad, es el gobierno de unos pocos, cuanto menos, mejor. Como se ve, estamos a las puertas del dominio de uno solo, que es la canallesca, puñetera tiranía. Y así es, en realidad, ese tirano universal, por lo menos en apariencia, se sienta todos los días en el despacho oval de la Casa Blanca. Palabras, palabras, palabras, dirán los ultraderechistas que me lean. Todo lo contario, desgraciadamente. Hechos. Desde que la ultraderecha reconoció realmente a su enemigo, el marxismo, que trajo a la ciencia política el concepto de la división de la sociedad en clases, la clase dominante, explotadora, y la clase trabajadora, dominada y explotada, se esforzó, sobre todo, en configurar una teoría política en la que, aparentemente, fuera el pueblo el que dirigiera su propio destino histórico: la democracia, basándose en una idea que luego concretó un oscuro pensador italiano, Lampedusa, es preciso que todo cambie para que todo siga igual. Y aquí comenzó la gran ficción. Para que los proletarios de todo el mundo no tuvieran que unirse y rebelarse contra su secular explotación por las clases dirigentes, la solución era entregarles teóricamente el gobierno de su propio destino mediante esa palabra mágica: democracia, que, luego, Lincoln sintetizó en una frase que hizo fortuna: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Ideal. Genial. El problema radica en que ahora hay que ponerle el cascabel al gato. Todo esto, en teoría, está muy bien, pero el pueblo, ya se sabe, es ignorante, estúpido, brutal por su propia naturaleza. Y la Historia lo demuestra incontestablemente. Siempre que el pueblo accede directamente al poder, sucede una terrible catástrofe. De modo que la solución teórica es: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. El jodido pueblo será el que dé titulo de legitimidad al sistema pero hay que hacer todo lo necesario para mantenerlo cuanto más lejos del poder mejor. De modo que será llamado cada X años a las urnas y después habrá que mantenerlo tan lejos del poder como se pueda. No se trata sino de una versión moderno del canallesco despotismo ilustrado. Y en eso estamos. Pero a todo esto hay que darle una perfecta envoltura jurídica. Y las grandes cabezas inventaron el nuevo caballo de Troya de la política: la Constitución, que no sería sino un pacto social, firmado por todas las clases sociales, en el que se establecerían las bases inmutables para su convivencia pacífica, de manera que, jurídicamente, no se pudiera hacer absolutamente nada que contradijera la Constitución. Es la nueva cadena que el pensamiento político moderno ha puesto sin ostensibles grilletes en los tobillos de todos los ciudadanos: nada, absolutamente nada se podrá hacer en contra de este Ley de Leyes, que no sólo atará de pies y manos al pueblo sino que también lo amordazará. Y el cinismo de esta gente llegará al summum cuando presente este espantoso caballo de Troya como la culminación de la democracia puesto que teóricamente marcará los límites que impidan toda desviación del poder democrático, siendo así que, en sus articulados, se pondrá buen cuidado para mantener al pueblo lejos del poder, estableciendo una normativa que no permitirá que el pueblo llano, acceda nunca a él, mediante unos sistemas del cómputo de votos, en las elecciones a Cortes, que favorezcan decisivamente a los partidos conservadores y, como esta Ley suprema tiene por esencia el carácter de inmutable, así se ha consagrado para siempre el imperio de la oligocracia.