Revista Cine

El caballo de Turín: Inexorable

Publicado el 23 febrero 2012 por Bill Jimenez @billjimenez

Por Elisenda N. Frisach

No es este el lugar para hacer un estudio de la filmografía de Béla Tarr, por cierto tan maltratada por la distribución española; sin embargo, teniendo en cuenta la originalidad y calidad de la misma (autores del prestigio de Jim Jarmusch o Gus Van Sant se declaran admiradores del director húngaro), no hay que dejar escapar la oportunidad que nos brinda el inusitado estreno en nuestras pantallas de su última película, El caballo de Turín, para poder ver la cinta como se merece, es decir, cobijada por la oscuridad de la sala del cine.

Dicho lo cual, es menester dejar claro que, a la saga del resto de su producción, no es esta una pieza que busque complacer al espectador, más bien al contrario: la hipnótica belleza de sus imágenes y  la intensidad de unos encuadres que nos convierten en partícipes de la historia no impiden que el ritmo pausado de los acontecimientos y, sobre todo, su devastadora temática espanten fácilmente al público, que no gusta de creaciones que, como esta, invitan a la reflexión, a la melancolía y al recogimiento.

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Y es una lástima porque Tarr, fuente de inspiración del denominado “remodernismo fílmico” –o la más ilustradora etiqueta de “cine poético”–, es capaz de llevar a cabo algo que más de 100 años de consolidación y preponderancia de un lenguaje fílmico estandardizado (y en el peor de los casos lleno de refritos y tópicos) parecen imposibilitar en el séptimo arte, y es abrir nuevos caminos discursivos mediante la primacía, si se quiere la sublimación, de cada uno de los planos que conforman el relato, como si se trataran de versos de una extensa composición de poesía narrativa. De ahí que la agobiante repetición de los actos intrascendentes que llevan acabo en su cotidianidad los protagonistas de la pieza no solo responda al deseo de recalcar que la existencia humana se reduce a un conjunto de episodios rutinarios, aburridos y penosos, sino también a la expresión de cadencias y rimas propias de la estructura y la abstracción poéticas; de ahí, también, el uso insistente de la música, del ruido de la ventisca y de los movimientos de cámara como parte de esa espiral de absurdidad y sinsentido que, en última instancia, la mortalidad otorga a nuestros afanes y penurias.

Divida en seis capítulos, devienen muy esclarecedores para la comprensión del relato los comentarios de una voz en off no acreditada (¿el propio Tarr?) que introducen la narración y la van desentrañando y puntuando en los momentos claves. La sencillez argumental del filme, que atestigua la sucesión de las jornadas de Ohlsdorfer, un hombre de edad y parcialmente tullido, su hija y el caballo que les sirve de sustento en su humilde casa rural, ubicada en medio de un valle azotado por un continuo vendaval, contrasta con la densidad de lo que sugieren los nimios detalles que pueblan sus escenas: una inquietante anormalidad que, primero en forma de pequeños enigmas (v. gr. el repentino silencio de la carcoma), y luego de grandes contratiempos, irá trastocando paulatinamente la existencia monótona y dura de estos personajes, antítesis de la del superhombre nieztschano, e irá incrementando la sensación de aislamiento, dolor, claustrofobia y fatalismo que les rodea, hasta asfixiar completamente su realidad.

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En este sentido, la obra deviene una taciturna metáfora de la futilidad de la vida, en buena medida apoyada en los juegos lumínicos y los claroscuros propiciados por la riqueza de la fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen, así como en la dosificación dramática de los primeros planos y los planos detalle, todos ellos impregnados de desasosiego y desesperación, no importa que recojan el rostro ajado del viejo, los ojos cansados del caballo, la ebullición de unas patatas o una botella de aguardiente medio vacía.

Dolorosa y desesperanzada, El caballo de Turín es una experiencia fílmica que sobrecoge y aterroriza, al exponer el horror ontológico ante la conciencia de nuestra propia mortalidad. La importancia de la figura de Nietzsche en ella, que va desde su mismo título hasta la representación de muchas de sus ideas (la muerte de Dios, el fin de los débiles y derrotistas a favor de los voluntariosos y fuertes, etc.), a la postre radica en el recordatorio, sarcástico y amargo, de que hasta el filósofo alemán se convirtió en los últimos años de su vida, sumido por completo en la demencia, en aquello que quería combatir: un ecce homo, una marioneta en manos de una providencia sin propósito, ciega e incontrolable. Y que nos aniquila lenta e inexorablemente.


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