Día 7 y 8
Estoy cansado. Tanto que tuve que empatar un día con otro en este diario, y no por falta de tiempo para escribirlo, sino por falta de ganas y tranquilidad para darle un mínimo de coherencia a mis ideas. Estos eventos intensos que demandan iguales cuotas de esfuerzos diarios se asemejan a las carreras de medio fondo en las que hay que combinar rapidez y resistencia. Y ya llegamos al último tercio, donde el cuerpo es un manojo de huesos y músculos repletos de ácido lácteo, y uno no sabe si se mueve por sus propias fuerzas o por pura inercia del organismo.
Imperceptiblemente, se han espaciado los tiempos de entrega de los textos, las revisiones de Disamis y mías se distienden, Tamara termina de diseñar cada vez más tarde. Y no se le puede echar la culpa a nadie más que al tiempo transcurrido, a la progresiva acumulación de esfuerzo que como pesas de gimnasio van sumándose a nuestras espaldas.
Hay un par de imágenes que me recuerdan nuestro derrumbe. La primera es literaria, una frase de Lemebel en Tengo miedo torero, en la que la Loca del Frente dice de su casa –y parece hablar de nosotros– que era “algo así como un campo de batalla sembrado de vacíos restos”.
La otra imagen se me repite cada noche en La Cabaña. Pasadas las nueve, después del cañonazo, cuando ya cerraron ambas ferias –la del libro y la otra, la del todo el año, la de las baratijas y souvenirs–, frente a la Sala de Prensa donde está nuestra guerrillera redacción se arremolinan un montón de bolsas plásticas y papeles en rumoroso tropel. Las huellas de una guerra en la que somos una suerte de estetas de la muerte, armadores de barcos cadavéricos que zarpan rumbo a la mañana, sin más bendición que la de una partida de muchachos felices.