A Carlos Conde Solares, el poder de la acción y el mérito de la libertad
1. Cuando lo honorable es huir
En el viaje hacia el corazón de la naturaleza humana emprendido por Odiseo en su regreso a Ítaca hay tres maravillas rojas dentro de ese rosal de maravillas, en los dos sentidos del término, presente en la primera mitad de la obra: las de las Sirenas, Escila y Caribdis y las Vacas del Sol, los tres episodios integrantes del Canto XII. Los hace especiales la hondura del análisis del espíritu humano aflorado en ellos y la impronta trágica que marca su existencia: singularmente, la del situado en medio.
Hay razón para eso. Circe, la hechicera finalmente predispuesta por los dioses a favor de Odiseo y los suyos, deja bien claro al trazar la hoja de ruta del regreso que el surco de las naves debe bordear las islas de las Sirenas y de las Vacas del Sol al objeto de evitar que el peligro de muerte pase a la acción; mas no puede hacer lo mismo con el desfiladero marino custodiado por Escila y Caribdis, los dos monstruos que desde la atalaya de nubes que cubren la roca –inaccesible de puro escarpada– donde mora volviéndola invisible y desde el abismo del mar respectivamente acechan el paso de cada nave para cobrarse sus presas, reos sin escapatoria posible. Cuando la vida pasa por él la muerte es destino.
¿Por qué la voz de las sirenas, ese canto “tan dulce como la miel que de los labios nos fluye”, es un mal absoluto: por qué mata la dulzura? ¿Por qué no es castigo suficiente el estar atrapado en la cárcel de nuestra propia condición, pagar precios irreversibles por las hebras con que se tejen nuestras almas, como esa curiosidad que nos instigó a conocer el cíclope dejando un reguero de muertos en el intento? ¿Por qué no basta la estela de sufrimiento incorporado como vital parásito a nuestra perentoriedad de conocer a fin de predecir el peligro y ampliar nuestras garantías de seguridad frente a la incertidumbre; a fin de cambiar y aspirar a mejorar con el cambio?
La pregunta inicial no era ninguna de ésas, sino ésta: ¿por qué nos seduce el canto de las sirenas arrastrándonos hacia ellas? Tras la respuesta ya podremos inquirir: ¿y por qué al arrastrarnos sin remisión lo hace también sin remedio: qué hay de tan fatal en esa dulzura? Las Sirenas cantan esto: “Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises, / de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto. Nadie de aquí jamás se aleja en su negro bajel / sin antes atender a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye. / Quien lo escucha pleno de alegría se va conociendo mil cosas: / el penar sabemos que allá por la Tróade y sus campos / el poder de los dioses impuso a troyanos y argivos / y aun aquello que ocurre por doquier en la tierra fecunda”. La respuesta nos dirá que el canto estaba ya en nosotros, que el cortejo de males en que se traduce nació con nuestro corazón.
La música de la voz de las Sirenas ataca a Odiseo con lo que quiere oír: con la adulación implícita en el considerarlo héroe griego en vez de, solo, rey itacense, y con la realización de sueños a que aspira: el seguir siendo el primero entre los suyos apuntalando el cambio de estatus –es el único nombrado por ellas– y ese conocimiento objeto de su curiosidad que satisface al tiempo necesidades básicas para la supervivencia de todos, ya sea en los agitados momentos de aventura como durante la vida ordinaria.
Creernos, si no los mejores, sí al menos merecedores (de cuanto bien nos llegue) y actuar en consecuencia puede ser un acto de soberbia si la opinión que nos mueve es la nuestra o de vanagloria si nos mueve una ajena (el peligro de la soberbia es que se la compra con poco, pues basta con prestarle la razón al soberbio; el de la vanagloria es que se la puede seducir con poco y quien la seduce administra nuestros deseos, pero sometiéndonos a sus intenciones). Al final tropezaremos en ambos casos con el Narciso interior, que cuando nos arrastra encara un objetivo fundamental: instarnos a olvidar nuestros límites. Lo que hacen las sirenas es intentar comprarnos nuestra voluntad con nuestros anhelos, adularnos, y lo que son es la personificación de la creencia de que merecemos estar más allá de lo que somos.
También en el episodio de Escila y Caribdis la vida impone su imperio al viejo honor, cada vez más una leyenda. Son la escena en la que, cuando damos en ella sin quererlo, “lo mejor es la huida”. Porque son la escena que marca un antes y un después en nuestra existencia, el precipicio que al cruzarlo nuestra vida es menos vida porque la experiencia toda con que así, azarosa y no planificadamente, la reforzamos no compensa el dolor por la vida que perdimos, por la muerte que ganamos.
Cuando lo heroico es vivir, el heroísmo ante el terror no pasa de ser un “obstinado” juego de niños. En una empresa de nuevo colectiva ese héroe que no se amilana debe infundir en el resto sensatez y valor: valor, sí, aunque no para plantar cara al enemigo, sino para saber rehuirle. No es cobardía: la huida requiere organización y la acción presenta las demás propiedades de la acción ‘heroica’: prudencia, firmeza, determinación, etc., a la que se añade el perfecto conocimiento de nuestros límites, que apunta en nuestro interior a abismos pasionales que la mayoría de los humanos no está capacitada para salvar.
Hay un límite para quien desea infundir valor y que el miedo no paralice los miembros: no hablar de la inminente certeza del mal absoluto, de la muerte en sí: es el momento en el que vivir exige un monarca ocasional al que seguir, que esconda en su trono el nombre del mal para reducirlo valiéndose del refugio de la ignorancia, porque semejante gorgona no debe ser jamás vista.
Ahora bien, ante tal muerte, tampoco al monarca le es dado ser sino súbdito; de hecho, el poder letal del doble enemigo es tan absoluto en cualquiera de ellos que no cabe ninguna defensa eficaz contra él: mata uno o el otro o los dos; la muerte garantiza llevarse consigo al menos seis víctimas inocentes, aunque Odiseo hubiera podido defenderse contra ambos a la vez. El monarca paga así un precio feroz por el privilegio de su conocimiento y de su posición, el espanto: la propia conciencia como receptáculo de todo el dolor del mal. Exclama Odiseo: “Mi nombre pronunciaban por última vez dando gritos de angustia (…). Devorólos Escila en las bocas del antro y chillando me alargaban los brazos aún en su horrible agonía: nunca tuve a mis ojos tan triste visión entre todas cuantas he padecido en el mar…”. Oír a aquellas voces desesperadas pronunciar su nombre e invocar su persona en tanto destino de los últimos gritos y de los trágicos aspavientos finales –esto es: de las últimas esperanzas–, será el eterno castigo que por siempre flagelará su alma; pero la tragedia, y esto es lo desgarrador, surge de la ironía que acompaña la escena. Odiseo se culpa de haber olvidado a un monstruo mientras se defendía del otro y, por ende, de no haber sabido defender las vidas de quienes ahora lo llaman; empero, la muerte estaba escrita en el hecho mismo de pasar por una ruta que era obligado pasar. Morir más o morir menos por seguir vivos los demás era la alternativa, en la que no cabía no morir. Odiseo lo sabía, pero lo olvidó, y con ello el mal dejó para siempre su huella al huir del mal. Desde entonces su conciencia no olvidará, tras perder en el trance el último vestigio que aún le permitía, siendo héroe, ser inocente.
Petrificada parte de la conciencia, en adelante sólo vegetará; es el tormento que brota de decidir que vivir es forzoso y morir para sobrevivir necesario: se mata a otro por nosotros, pero así se remata a la inocencia. Hacer el bien a un precio homicida produce criaturas deformes que ni siquiera el tiempo puede comprar a su paso con la moneda del olvido.
2. Tragedia y Libertad
Las sirenas encarnan restos de fibras de ensoñación esparcidas aquí y allá, representan el mundo de espejismos accesibles, de falsas esperanzas por alcanzar, la arcadia de la felicidad plena sin esfuerzo, o incluso el paraíso en llamas de dominar a los demás por haber nacido en esta acera de la calle: la región que, alimentada por la vanagloria y por la adulación de que se acompaña, transforma al iluso en el centro del mundo sin que gesta alguna lo avale. Es ceder a semejante tentación sin resistencia otra de las causas por las que la vida nos mata: dominados por el deseo de dominar, el torbellino acaba supurando víctimas en la mente –la locura– o en el cuerpo –la muerte– de quien los padece en su máxima furia. Mas ante esa Fortuna que no podemos conquistar, la decisión virtuosa que más ennoblece es hacerle frente rehuyendo plantarle cara. Evitarla, al decir de Odiseo.
Tal creencia conllevaba un doble olvido y su peligro anexo: el de que poco antes, cuando la nave se aproximaba a la isla, una calma chicha obligó a arriar las velas y empuñar los remos para seguir navegando, vale decir: que no hay vida regalada más allá de nuestro propio esfuerzo; y que algo más atrás, recién llegados a la isla de Circe, los exploradores enviados por Odiseo en búsqueda de alimento no repararon, con su imprudencia, en la trampa tendida por el azar; pues si en medio de la necesidad aquél te abre la puerta de su casa y la satisface tomar por real esa señal es imprudencia. Sin esfuerzo, sin diligencia, sin valor, lo que nos llegue y nos repare es peligro, y desatender el signo de la razón, olvidar que la urgencia del cuerpo en el alma rebota como impaciencia, constituye la vía directa a la perdición. A partir de ahí, lo que seremos, o mejor, ser lo que fuimos, ya no dependerá de nosotros, sino de una fuerza que nos devuelva al lugar del crimen antes de cometerlo, dejando que la memoria de lo vivido sea el hereditario castigo por lo hecho y procurándonos una inesperada inocencia cargada de sabiduría (y de “valor”): la de que en todo caso la prudencia es un ingrediente que nunca ha de faltar en nuestra acción cuando de nuestra acción dependa nuestra suerte. En el relato de Homero semejante imprudencia se la cobraba Circe convirtiendo en cerdos a los hombres.
El relato de las vacas del sol nos planta en el otro escenario letal: ése en el que el hombre debe elegir entre morir y morir para seguir viviendo, y en el que, sin azar favorable, por total que fuera la racionalidad empleada en eludir el desafío, la acción se saldaría en fracaso. Aquí, o se muere por desobediencia a la autoridad (de Hiperión, el dios Sol) o se muere de inedia. Entre un mal abstracto y uno concreto la mayoría de los humanos elegiremos el concreto, y por eso nos nutriremos y nos protegeremos de las inclemencias.
Pero lo que de verdad nos airean las vacas una vez sacrificadas es el peligro de crear supersticiones que nos ayuden a vivir, porque entonces lo que nos salva nuestro cuerpo será un bien menor que nos haga meramente sobrevivir y que puede entrar en conflicto con el bien mayor, al que privilegiamos con el poder de hacernos vivir.
Lo que entonces airean las vacas sacrificadas es el mal radical del poder absoluto, frente al cual no escapamos ni mediante la racionalidad ni mediante el valor o la sumisión. Si debemos vivir, racional será alimentarse –aunque no lo sea la gula– y racional será protegerse de cualquier peligro que la amenace. Y si somos libres incluso mientras creamos el peligro de la superstición, lo racional será someternos a las reglas que nosotros mismos creamos para crearlas, mientras intentamos por otra parte eliminarla.
Los hombres de Odiseo, empezando por el propio Euríloco, fueron racionales: quisieron dormir en la isla para repararse de la noche y del agotamiento del viaje, aunque debían pasar de largo según la superstición; juraron zarpar llegada la mañana, y se predispusieron a ello cuando surgió la aurora, pero el Sol ya los había castigado secuestrando el viento a las velas y los mantuvo presos al aire libre en la isla durante un mes; comieron su comida, hasta que el hambre revolucionó sus estómagos y su humanidad, y sólo entonces sacrificaron las vacas; Odiseo suplicó por todos y no fue escuchado, y cuando tras siete días de calma los dioses enviaron el viento y la nave zarpó habían disfrazado de viento su castigo: una tormenta que la hizo naufragar acabando con todos excepto con Odiseo… Así se ejecutó el chantaje de Hiperión a Zeus.
Es el poder absoluto lo que mata, y mata incluso cuando se le obedece, porque en su crueldad desatiende los males sufridos por los hombres para fijarse sólo en los hechos por ellos, abjura de las súplicas por la desobediencia y de las promesas de reconducir las cosas a su estado habitual, y el solo perdón que le satisface conceder es el de la muerte: el del asesinato de los suplicantes. Empero, lo que aquí en verdad se revela es el poder de los prejuicios y el poder de las creencias: un único oscurantismo vuelto poder. Ese estandarte del crimen al que, asociado al poder absoluto, el gran Spinoza un día querrá ingenuamente derrotar mediante su cruzada de ilustración.
Con todo, en medio de tanta nube negra se alza, estentórea pero clara, la voz de la libertad humana al elegir Euríloco entre dos formas de muerte aquella que, por decisión personal, le hacía culpable de acción y no de resignación: si finalmente Hiperión los castiga, dice, “mejor quiero morir de una vez boquiabierto en las olas que ir dejando a pedazos la vida en la isla desierta”. Determinando libremente el modo de morir no sustrae a la deidad su poder de matar, pero sí el de dar forma al castigo privándole de matar por hambre. En medio del carnaval de tragedias que acosa la voluntad y el destino del hombre la libertad de que éste hace gala eligiendo el suyo ilumina hasta deshacer en espejismo ese supuesto mundo de tinieblas del que la superstición ha hecho su reino, iniciando el camino en el que una tempestad será un fenómeno natural en lugar de un acto divino. Héroe al cabo, Odiseo proseguirá su camino en medio de huellas trazadas por creencias antepasadas, pero el Prometeo humano, eligiendo cómo morir, ya ha marcado su piel con el hierro de la libertad con que inaugurará ese destino que podrá marcar a fuego eligiendo cómo vivir.
Este artículo se publicó en Pompaelo el día 20 de febrero 2023