Me ubiqué un día en su nave, con dulce aire acondicionado, muy bien cuidado, y partimos hacia las cumbres de El Valle. Aquel “educador” no me dejaba hablar de lo elocuente y profuso que era en disimiles campos. Sabía de todo un poco: de filosofía, de arte, de cibernética, petróleo, política internacional y conflictos bélicos de la época griega y romana. Todo un preámbulo para ir luego a las estrellas. Y sí, el firmamento tenía sus etéreas luminosidades, sus constelaciones titilantes y sus silencios plagados de conjeturas dudosas y vacilantes. Y comprobaba que él ni siquiera tenía conciencia del conformismo que buscaba. Su ilusión era muy trivial: “Yo, yo, yo…” un individualismo fatigante, con un mar de lugares comunes en el que nos ahogamos como energúmenos. Nada nuevo, todo triste y fatigante, para concluir con una vaga despedida: “-Cualquier cosa yo te llamo mañana”. En el fondo no tenía nada diferente, aunque él se creía un ser diferente a todo el mundo, porque sus zapatos eran diferentes, sus camisas inigualables, sus pantalones y los rines de magnesio de su carro, únicos en toda Venezuela. Y yo le pregunté: ¿Tú crees que yo sea diferente a todas las demás?, y me respondió: “-Si no, no te hubieras escogido como compañera”.
- Es decir – le dije- en nada soy iguales a las otras, porque tú te imaginas que yo he perdido mi individualidad, es decir mi identidad. ¿Te parece que el alma no tiene sexo? Porque a ti sólo te interesa el alma según me has dicho, y casi que entre tú y yo no hay polaridad. Somos en el fondo idénticos, estándar y capitalistamente iguales. ¿Eso es lo que pretendes decir??