Revista Cultura y Ocio
Fotografía: Fernando Oliva
Hay palabras que deberían tener más relevancia de la que tienen. Una es perseverancia. Ya no quedan perseverantes, no se les prestigia, no se le da a la perseverancia el bombo de antes, ni siquiera en las escuelas se escucha a los maestros recomendarla, depositar en ella la semilla misma del éxito. Siendo constancia palabra canjeable, no me parece del mismo rango, no posee la firmeza fonética necesaria. Yo creo que el mundo es de los perseverantes. Es de ellos la extensión entera del futuro. Ellos hicieron que avanzáramos y llegáramos al lugar en donde estamos, sea cual sea, que tampoco sabemos si habría otro mejor o el que tenemos basta y conforma. Hubo algún perseverante que no cejó en el empeño hasta que hizo que la llama prendiera para cobijarse del frío y alejar las bestias de la comarca. No sabemos quién fue, no hay un nombre, no se registran a veces, sino que sólo se constata el hecho prodigioso, no la autoría. Otro se obstinó sin que el cansancio le arredrara. No desfalleció, ni perdió la fe en la consecución de su deseo: fue tenaz, le bastó la confianza en su lento desempeño. Confianza es otra palabra hermosa. El que persevera esgrime la confianza, la enarbola, cree que no precisa otro instrumento para la prosecución de su fin. A poco que se fija uno, advierte la trampa del lenguaje: hemos dicho fin, es el fin el que está en la cúspide, cuando se ha logrado el ideal. El fin es el cese brusco de la perseverancia, podríamos pensar. El caracol ha llegado a la cima, no importa el tiempo que le ocupó, no es el tiempo nada de lo que haya preocuparse. De hecho el caracol es un enemigo del tiempo. El tesón que exhibe parece decirnos que no hay prisa. Hay que llegar, debe zanjarse la distancia, pero nadie dirá cuándo comenzó la tarea, ni si hubo flaqueza o decaimiento. Contará la presencia del caracol ahí arriba. Suya es la perseverancia, la tenacidad es suya también. Es posible que más que tenaz sea tozudo. Se acepta ese giro semántico. Pediremos que el camino sea largo, como en el viejo poema de Kavafis, ese tan hermoso en el que te enfrentas al colérico Poseidón y a los cíclopes y les muestras tu alma valiente, la que no conoce el miedo y sólo desea avanzar, conocer lo nuevo, consolidar después su peso en la memoria y llegar a Ítaca, a una de ellas, viejo, sabio, rico en historias y en recuerdos, no habiendo apresurado el viaje, dejando que llegara la vida a su aire, libre y dulce y armónica. El viaje es del que persevera, de quien galopa. Somos jinetes también, invisibles y tercos jinetes hacia el desenlace previsto.