Revista Opinión

El carácter de evangelina

Publicado el 04 julio 2019 por Carlosgu82

Mi abuela, Evangelina Barros, era una mujer menuda, de huesos simples, de baja estatura, como si a Dios en la creación no le hubiera alcanzado el barro para hacerla, pero lo que Dios no le dio en cuerpo, el Espíritu Santo se lo regaló en corazón y adornado con una cinta de resabio que le permitía amar y odiar con la misma fuerza y determinación. Vivió sin mayores pretenciones, solo era lo que para su familia fue: El concreto de sus cimientos y el bastión de su casa.

Esa noche, aunque ahora no me acuerdo por qué se había quedado sola, puso el revólver de mi abuelo debajo de la almohada, su cama eran tres sacos de fique, repletos de billetes, cubiertos por una sábana vieja, que para la época, era toda una fortuna y que eran el pago por la cosecha de café. Un dinero que era más ajeno que propio porque para los campesinos, el café, es más una novela romántica que un negocio lucrativo.

Se despertó cuando sintió el crujir de una rama y la caída de un peso sobre la tapa de uno de los tanques metálicos que habían quedado de la época de la marimba, donde se almacenaba la gasolina para los camiones que la transportaban hasta la península, pero ahora servían para guardar el agua que se usaba en tiempos de sequía y que estaban pegados a la pared del patio, entonces se levantó con ese sigilo que tienen los gatos a mitad de la noche, sacó de debajo de la almohada el revólver, lo montó, quitó la tranca de la puerta de madera, la abrió lo suficiente para sacar el brazo y apuntando al cielo, hizo tres tiros. Fue ahí cuando escuchó a los perros, con sus ladridos ahogados, correr tras algo que corría más rápido que ellos y que luchaba por volver a saltar la tapia. Cuando los perros dejaron de ladrar cerró la puerta, volvió a su cama, sacó los casquillos del revólver, le metió balas nuevas, lo puso debajo de la almohada y se volvió acostar.

Por la mañana, la Sra. Amelia, quien colaboraba con las labores de la casa, llegó angustiada, pidiéndole a mi abuela algo de dinero y el permiso para estar con su hijo en la clínica, al parecer, el muchacho había llegado de madrugada a su casa, con la ropa rasgada y con una pierna rota. Mi abuela, se llevó la mano al sostén y sacó un par de billetes doblados, custodiados por un brochecito de la virgen de Chiquinquirá, entregándoselos en la mano, diciéndole que se calmara, que se tranquilizara, que fuera a ver a su hijo y que ella pasaba después por si necesitaba algo más.

Vange se bañó, se cambió mientras escuchaba las noticias en la radio, desayunó y salió para la clínica, al llegar al centro médico preguntó por el paciente y por la Sra. Amelia, con quien se encontró en el pasillo y quien iba saliendo a comprar unas medicinas, le preguntó cómo estaba su hijo, le preguntó si el dinero que le había dado le alcanzaba y le preguntó en cuál habitación lo tenían, la Sra. Amelia, ya más serena, le respondía con la cabeza a cada pregunta que mi abuela le hacía y le señaló la puerta de la habitación donde tenían al herido antes de salir. Cuando Evangelina entró, el muchacho que estaba acostado, con una pierna enyesada y alzada, palideció como si hubiera visto a la mismísima muerte vestida de un color salmón acercarse a su cama. Mi abuela, de pie y muy cerca al convaleciente, sacó de su bolso el revólver de mi abuelo, le apuntó a la cabeza y le dijo:

“Agradece que no te mato por consideración con Amelia, pero la próxima vez…”

Entonces amartilló el arma que sostenía con firmeza y lo sentenció:

  “Ya sabe, por mi casa no vuelvas más…”

Volvió a meter el revólver en el bolso mientras una mancha húmeda fue creciendo en las sábanas que cubría al paciente. Evangelina lo miró con una chispa de satisfacción y remató:

“El cobarde sólo amenaza cuando está a salvo. Dígale a la enfermera que lo cambie y le dice a su mamá, que pase por la casa si necesita algo más. Que se mejore”

FIN.

CHECHO


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