Ahí está, en su esquina de siempre, con su carromato de siempre, desprendiendo el olor a humo caliente y ese inconfundible olor que nos anuncia la llegada del invierno. Solo, aterido de frío, con las manos en los bolsillos de su mono azul, el joven castañero se resguarda del viento y la lluvia recostándose sobre su viejo aunque recién pintado carricoche, para sentir el calor de las castañas asadas.
No vocifera su mercancía al pase de los transeúntes, no se mueve ni un ápice de la baldosa del suelo que pisa, no entabla conversación con nadie ni nadie lo saluda al pasar; cual escultura viviente adorna la plaza en invierno y después desaparece, sin que se sepa exactamente cuando.
Languidece la luz de la moderna farola bajo la que siempre se coloca el castañero. Y yo que disfruto de la variedad de colores del otoño, que me embarga el ocre o me hipnotiza ese amarillo dorado, me inunda la tristeza al contemplar una imagen otoñal como la del castañero al que nadie se acerca ya a comprar.
También apuro el paso o lo miro de reojo para no sentir su mirada en la mía que supongo tristísima y me digo: “otro día”. Me encanta el tacto del cucurucho de papel de estraza caliente con el que me presento algunos días en casa, incitando a mi prole sin mucho éxito, a que saboreen las crujientes castañas asadas.
Creo que el castañero de Vitoria es un símbolo viviente de la cultura y la vida de nuestras generaciones anteriores. No quiero que desaparezca de nuestra plaza porque lo suyo es algo más que una simple figura, que debe ocupar un lugar privilegiado en nuestra sociedad y en nuestro corazón y que se merece un gran homenaje por ser historia viviente.