EL CASTILLO DEL TERROR(Cuento humorístico de miedo, homenaje a Bela Lugosi)
Hacía bastante tiempo que necesitaba unas vacaciones y, por fin, después de alguna que otra discusión con mis jefes, pude convencerles de que me dieran un permiso de una semana y decidí alejarme lo más posible del tráfago y del ruido escandaloso de la ciudad. Ya eran demasiadas las agitaciones de cada día.
Decidido a aprovechar al máximo aquellos bien merecidos días de asueto y de descanso, tomé el coche y me dirigí a un lejano pueblecito de provincias, donde sin duda respiraría aliviado y descansaría en paz. Me habían hablado muy bien de aquel pueblo ignoto y perdido, así que me pareció bueno ir allí a descansar y descubrirlo por mí mismo. Era un lugar apenas habitado, muy tranquilo y pintoresco.
Gracias a la recomendación de un amigo, pude alojarme en el único hostal de la población, que se llamaba "Casa Inés", aunque ninguna de las personas que lo regentaba se llamaba Inés, cosa que no dejó de extrañarme. El hostal tenía las paredes encaladas y era una casa de tres pisos, con pocas habitaciones, pero limpias y bien arregladas. Tuve la suerte de que la mía diera a la sierra, con lo cual las vistas eran maravillosas. ¡Qué deliciosos atardeceres disfruté!
Todo discurría plácidamente hasta que una noche -la tercera que pasaba en el pueblecito- se me ocurrió preguntar por cierto viejo castillo que, durante mis solitarias caminatas por el lugar, había visto a las afueras de la localidad. Fue el dueño del hostal, don Facundo, quien me comentó que el castillo había pertenecido a un hacendado del pueblo vecino, pero estaba abandonado desde hacía muchos años.
"Sin embargo", me susurró don Facundo, "algunas noches hemos oído ruidos en el castillo y hemos visto apagarse y encenderse luces como por encantamiento. En ningún caso nadie quiere arriesgarse a dar un paseo nocturno cerca del castillo y, desde luego, yo no se lo recomendaría".
Picado por una insana curiosidad y dado mi natural carácter aventurero, tomé la resolución de pasarme por el castillo. Si estaba deshabitado, nada podía sucederme. Y si alguien moraba en él, hora era ya de que fuera descubierto.
Subido en una bicicleta que me habían prestado, no tardé más de media hora en llegar a los límites del castillo. La torre estaba desmochada y su ruinosa mole parecía gritar al cielo con una desoladora tristeza.
El ulular del viento y de los búhos me turbó durante unos minutos. Recuperado del susto, cogí mi linterna y decidí adentrarme en el castillo. El portalón, viejo y desvencijado, no me ofreció resistencia alguna. Entré, pues, y ante mis ojos pude ver una estancia espaciosa, llena de polvo, trastos viejos y telarañas por doquier. Frente a mí, una escalera conducía al piso superior y no pude evitar la tentación de ascender por ella.
El piso de arriba no estaba en mejores condiciones. La total oscuridad apenas me permitía distinguir unas formas de otras, pero todo era un cúmulo de antiguallas, suciedad y muebles viejos.
De pronto, oí un extraño ruido. ¡Una puerta que chirriaba y unos pasos, los pasos de un extraño, que se acercaban hacia donde yo estaba! Había alguien en el castillo... El corazón empezó a latirme con fuerza y se me aceleró la respiración. ¡Los pasos estaban cada vez más cerca!
Hecho un manojo de nervios, se me cayó la linterna al suelo. Seguidamente, noté cómo una fría mano me tocaba la espalda. Lancé un grito y quise correr para huir de aquella fantasmal aparición, pero ésta me detuvo y me condujo hacia la estancia de la que había salido.
A la débil de unas velas, pude vislumbrar el cuarto donde moraba el extraño, compuesto por una mesa vieja, un sillón tapizado de verde desvaído y un ataúd que debía hacer las veces de cama. Por todas partes había restos de comida y el aire que se respiraba estaba enrarecido por el agrio olor del tabaco y los vapores del alcohol.
"Tranquilícese, amigo", me dijo el extraño. "Yo estoy tan sorprendido como usted. Nadie había venido nunca a verme, así que en cierto modo me alegro de su visita".
"¿Es usted el dueño del castillo?", musité, aún tembloroso.
"No, por cierto. Me llamo Anselmo Lugones. Hace muchos años trabajé en este castillo. Pues verá... Yo me ganaba la vida en el cine, en películas de miedo, de serie B, y hace ya años usamos este castillo en varias producciones. ¿Ha visto usted Las siete novias de Drácula, La maldición de Drácula o El retorno de los muertos vivientes?" Ante mi negativa, el hombre, casi un anciano, suspiró varias veces, se pasó una mano por el rostro, rugoso y ajado por el paso de los años, y me contó su historia. La historia de un actor de mala muerte (y con mala suerte) que había participado en algunos rodajes en aquel desolador castillo.
"Cuando la industria de las películas de miedo de serie B se vino abajo, me quedé en el paro. Sin embargo, me pudo la nostalgia, y decidí volver al que había sido mi hogar durante aquellos días felices. Por eso me siento un poco como el malvado conde que aparecía en aquellas películas, y hasta duermo en el ataúd que usábamos en los rodajes. Subsisto con algunos productos de la huerta que yo mismo recolecto. El dueño no se llevó los vinos de la bodega y con eso y poco más, me apaño. Le ruego que no diga nada en los pueblos de por aquí. Vivo feliz, casi como un ermitaño, y no deseo molestar a nadie".
Me despedí de él, aún con el corazón en un puño. Fue la vez que más miedo pasé en mi vida. Pero el miedo dio paso a la tristeza, porque la historia del fracasado Anselmo Lugones me hizo pensar en lo despiadada y lo injusta que es la vida con algunas personas.
Volví a la gran ciudad. Por supuesto, a nadie del pueblo le referí mi aventura en el castillo, pero ya nunca pudo abandonarme la visión de aquel pobre hombre, vagando solo por las ruinosas y polvorientas habitaciones del castillo, como un fantasma solitario, representando tal vez una última película que nunca vería nadie.
Desde luego, fue la última vez que se me ocurrió pedir un permiso de vacaciones. ¡Pobre, pobre "conde" Anselmo! Sólo de imaginármelo en aquel paraje desolado hace que se me parta el corazón y llore sin consuelo.