Revista Política

El catastrófico complejo de inferioridad de los españoles

Publicado el 20 enero 2013 por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
¿Por qué prosperan las naciones? Porque la vertebradora sensación de pertenecer a un mismo colectivo hace que se puedan aglutinar los esfuerzos individuales dirigiéndolos hacia objetivos compartidos; porque las iniciativas que ponen en marcha sus miembros más sobresalientes son secundadas ampliamente por el resto de la población; porque sus clases dirigentes son conscientes de su papel como planificadores de las acciones del conjunto. Para que las acciones colectivas tengan, en fin, alguna garantía de éxito, deben estar dirigidas por los mejores, y los demás deben de aceptar disciplinada y solidariamente que sea así. ¿Por qué decaen las naciones? Por lo contrario, claro está, que podríamos resumir diciendo que en ellas faltan objetivos comunes vertebradores, que cada cual atiende sólo su interés personal, y los que mandan son personajes mediocres que entienden el poder más como un medio al servicio de su promoción personal que como un servicio público. No hay que ser un experto en acertijos para saber en cuál de estas dos direcciones alternativas, la de la prosperidad o la de la decadencia, está hoy situada España.
Estos de los que hablamos son, sin embargo, hechos de segundo orden, son consecuencias, y lo que importaría principalmente sería descubrir las causas. Se trataría, pues, de saber dónde está el núcleo del que parte esta disyuntiva, el punto de bifurcación a partir del cual las cosas, en vez de discurrir en una dirección, lo hacen en la dirección contraria, cuál es la razón última de que las naciones orienten sus recursos hacia la prosperidad o hacia la decadencia. Seamos científicos: apliquemos el método hipotético deductivo, es decir, propongamos una hipótesis y contrastémosla después con los hechos. Esta será, enunciada escuetamente, la hipótesis en cuestión: la causa de nuestros males como nación es que estamos poseídos por un nefasto complejo de inferioridad.Hubo un tiempo en que esto no era así: durante el siglo XVI y la primera parte del XVII, los españoles andábamos sobrados de autoestima. Los Reyes Católicos marcaron un punto de inflexión: entramos en la nueva era con paso decidido, nos constituimos en la primera nación moderna de Europa, y la sensación de pertenecer a un cuerpo colectivo empeñado en grandes tareas dinamizó las mejores energías de los individuos de aquel entonces: las hazañas de nuestros ancestros (conquistadores, exploradores, militares, creadores literarios y artísticos…) fueron memorables, nunca igualadas hasta entonces, y no me detendré en añadir argumentos demostrativos a esta obviedad. El hugonote francés y enemigo de España Duplessis-Mornay decía expresivamente a fines del siglo XVI: “La ambición de los españoles, que les ha hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es inaccesible”. Y el Conde-Duque de Olivares, después de la toma de Breda en 1625 e inmediatamente antes de que entrara el Imperio español en una situación económica y militar desesperada que definitivamente abrió las puertas a la decadencia, sentenció: “Dios es español y está de parte de la nación estos días”.Pero fueron los mismos Austrias, bajo cuyo reinado nuestra nación alcanzó su más alta autoestima, los que precisamente nos abocaron a una decadencia que ya previeron los comuneros. Las guerras contra los protestantes y para defender los territorios del Imperio, la Inquisición, el estancamiento en la dinamización del proyecto colectivo que significaba España, el endeudamiento desorbitado que nos abocó a sucesivas bancarrotas del estado, la leyenda negra… nos condujeron fatalmente a la pérdida de la autoestima colectiva y consiguiente vitalización de nuestro sentimiento de inferioridad. Del siglo XVIII, el de las Luces, no salimos malparados, pero nuestro siglo XIX fue catastrófico: para empezar, Fernando VII, el peor rey de nuestra historia, rigiendo una nación totalmente devastada por la guerra contra Napoleón, tres guerras carlistas, numerosos pronunciamientos, el esperpento cantonalista de la I República… Y como culminación de esta cuesta abajo, el Desastre del 98, que llevó hasta el extremo nuestro sentimiento de inferioridad.1898 fue una fecha crucial: allí empezaron a medrar nuestros nacionalismos y los grupos que hoy llamaríamos antisistema. No guarda ningún respeto a las reglas de la lógica el hecho de que la nación moderna más antigua de Europa, con una historia previa milenaria que hunde sus raíces en la época romana y visigoda, con una presencia decisiva en la historia universal, con una lengua que es la segunda más hablada del mundo… haya generado los nacionalismos centrífugos más furibundos de Occidente y un masoquismo general tan exacerbado que hace que, no ya nuestra exuberante historia, sino hasta la palabra “España” siga siendo tabú para muchos. Hasta el punto, por ejemplo, de que, para encontrar un sujeto agente al que achacar nuestros éxitos futbolísticos hayamos inventado ese modo elusivo de referirnos a él que consiste en denominarle “La Roja”, después de que el mero paso del tiempo nos llevara a superar aquel otro nombre, mucho más contingente, de “los chicos de Clemente”. Todos estos son modos no ya espurios, sino ridículos de tratar de escapar del sentimiento de inferioridad que hoy está asociado a la condición, para tantos desgraciada, de ser españoles.No contradice Ortega esta hipótesis que aquí exponemos cuando sostiene que “la soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital”. La soberbia es ese modo improductivo de sobreponerse al complejo de inferioridad que lleva directamente a sentirse superior sin más apoyo instrumental que el que proporcionan los propios delirios de grandeza. El mismo Ortega pone un ejemplo no muy caritativo: “El vasco cree que por el mero hecho de haber nacido y ser individuo humano vale ya cuanto es posible valer en el mundo”. El tópico según el cual, entre otras cosas, Jesús nació en Belén pudiendo haberlo hecho en Bilbao, dando con ello una prueba de humildad, quizás apunte de alguna manera al intento de eludir el complejo de inferioridad que conlleva el hecho de ser español a través de esa fórmula generada por la soberbia que son los nacionalismos. No han sido estas hasta aquí referidas las únicas consecuencias catastróficas que ha generado nuestro sentimiento de inferioridad. De los individuos afectados por tal complejo decía Ortega: “Conforme vamos viviendo nos convencemos más de que casi todas las maldades que en nuestra sociedad se cometen –y apenas sí se hace otra cosa que cometerlas– proceden de debilidad. Los individuos se sienten débiles ante la existencia; ¿qué van a hacer? No tienen bastante para sí mismos, ¿cómo van a regalarse a los demás? ¿Cómo van a ser justos, a ser entusiastas? Esto supone tener fuerzas de sobra para afirmar al prójimo sin dejar de afirmarse a sí mismo”. Reflexión que completa con esto otro que dice mientras glosa la noción que del resentido daba Nietzsche: “El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia”.Estamos hablando, pues, de ese gran derivado del complejo de inferioridad que ha alcanzado entre los españoles el grado de institución: la envidia, calamitoso apéndice de nuestro carácter que, despilfarrando las capacidades de nuestra sociedad, lleva a la marginación de los mejores y a la exaltación de los mediocres, y que nos conduce finalmente al punto en el que, dice también Ortega, “se acepta rencorosamente como el mal menor un ‘¡todos iguales!’, ese terrible, negativo, destructor ‘¡todos iguales!’ que se oye de punta a punta en la historia de España si se tiene fino oído sociológico”. Especialmente es así en ese tramo de nuestra historia que hace eclosión en 1898, y que, desde entonces sobre todo, fue a refugiarse o a camuflarse en todas las ideologías que se prestaron como lugar de acogida de tal envidia igualitaria, y que han llevado a sospechar de la iniciativa individual como algo esencialmente perverso, necesitado hasta el agobio de la tutela pretendidamente igualadora que supone el intervencionismo estatal. Un intervencionismo que, por el contrario, ha sido el hontanar en el que han bebido todas las corrupciones políticas que han acabado degradando a nuestra sociedad hasta grados equiparables a los que la mafia ha logrado hacerlo en otros lares.Si los hechos relatados encontraran, tal y como pretendíamos, fácil acomodo en la hipótesis que al principio dejamos expuesta, la solución de nuestros males pasaría por la decidida confrontación con las perversiones de nuestra convivencia que suponen los derivados de nuestro complejo de inferioridad: resumiendo, los nacionalismos, nuestra fobia a lo español, y la envidia. Si siguen prosperando, seguirá expedita ante nosotros la vertiginosa cuesta abajo de nuestra decadencia, que no se sabe hasta qué nuevos y lamentables parajes puede llevarnos todavía.

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