Revista Cultura y Ocio

El Cazador Sordo. James McClure (II)

Publicado el 16 julio 2013 por Revista PrÓtesis @RevistaPROTESIS
Una gran manipulación orquestada por un poder brutal, porque la realidad no es de sentido único: las posibilidades que abre McClure son ilimitadas

El Cazador Sordo. James McClure (II)

Brillante serie: Kramer y Zondi

A veces me pregunto si James McClure habría abandonado Sudáfrica debido al arresto de Mandela: si esta era la gota final que venía a colmar el vaso y le empujó a dejar el país, tras haber cubierto cuatro años antes, como reportero policial para el periódico de Pietermaritzburg, el arresto que a partir de 1962 llevaría a Mandela a purgar 27 años en la prisión de Robben Island. Aquel vuelo que alejaba a McClure de Sudáfrica hizo escala en Madrid, donde permaneció dos días de 1969, un desconocido en las calles sofocantes del verano madrileño, un desconocido preñado de historias, con el legado de todo un país a su espalda, que continuaba vuelo hacia Inglaterra para continuar allí su carrera como periodista, primero en Escocia y finalmente en Oxford. Y mientras Mandela purgaba sus 27 años de prisión, McClure, a lo largo de los años 70, escribía año tras año, en las cuatro semanas de vacaciones que le dejaba su trabajo, su tenaz y brillante serie de novelas policiacas protagonizadas por el teniente Kramer y el sargento Zondi.
novela alimentada por la ira, un grito sordo, un vagido casi Para terminar de trazar ese hilo conductor con Mandela, y rematar la serie con un broche circular, McClure volvía a retomar a sus personajes casi paralelamente en el tiempo con la liberación de Mandela, para contar, en La canción del perro, las circunstancias en las que Kramer y Zondi se habían conocido y habían colaborado por primera vez: es decir, la última era a la vez la primera novela de la serie. Esa relación cobra tintes de revelación a la luz de estos días y noches en los que Nelson Mandela agoniza en un hospital de Pretoria y el significado de su vida, y los múltiples rostros de Sudáfrica, desfilan obsesivamente por la cabeza. Al desvelo de la editorial Reino de Cordelia por saldar las cuentas con McClure debemos además la inmensa suerte de contar con su prosa fresca en nuestras manos, excelentemente traducida por Susana Carral e inteligentemente editada: abriendo con la publicación de La canción del perro el surco abierto a comienzos de los 90 por Júcar con la publicación de Cerdo de vapor y El huevo ingenioso y en fechas más recientes por la editorial Funambulista con El leopardo de la medianoche.
En el caso de quien esto escribe, fue concluir la lectura de El cazador sordo (1974), tercera novela de la serie, y aún impresionado por la fuerza única de McClure, escuchar en el último boletín radiofónico del domingo la noticia de que Nelson Mandela había entrado en coma, transportado en ambulancia (una ambulancia que, de manera muy propia de McClure, sufrió una avería de camino a urgencias que fue preciso esperar a reparar, pues no hubo ambulancia de refuerzo acorde con la gravedad y la importancia del paciente) y a las pocas horas diagnosticado como en estado crítico. Mandela agoniza mientras hilvanamos las pistas de lectura de El Cazador sordo, una novela alimentada quizá más que ninguna otra de las publicadas hasta la fecha por la constante esencial de toda la serie: la ira, un grito sordo, un vagido casi, que resuena y estalla detrás del humor cáustico, el poder de observación tan intenso que apenas se deja amaestrar por las palabras.
McClure había escrito El leopardo de la medianoche porque le indignaba que la policía sudafricana utilizase y se sirviese de niños en la labor represiva del apartheid. Sin duda escribió El cazador sordo agobiado, en algunos momentos se diría que torturado, por las implicaciones del vasto proyecto de espionaje que el régimen del apartheid puso en marcha, tras la matanza de Sharpeville, para detectar subversivos y contrarrestar a aquellos grupos que, al albur de apoyos que pudieran venir de la Iglesia católica, el Partido Comunista o los anaqueles de una biblioteca, supusiesen una amenaza para el sistema, sin reparar en métodos y en la destrucción de las vidas que pudieran encontrar a su paso. De esos años brutales que siguieron a Sharpeville se desgaja El Cazador Sordo, con las imágenes más goyescamente oscuras y angustiosas que McClure nos ha librado hasta la fecha, el contexto histórico destilado, con vocación de excelente narrador policial y sin asomo de didactismo, en los márgenes, para quien quiera escuchar “la canción del perro”, pero en esta ocasión surgiendo a borbotones, casi incontenible.
La introducción es lapidaria, precisa, brutal y salpicada de humor negro: Hugo Swart es acuchillado en la cocina de su casa, mientras se prepara un Martini para refrescarse después de sobrevivir al día más caluroso del año en vísperas de navidad, un hombre aparentemente inocuo, fiel devoto de la iglesia católica, con problemas de audición, y del que no se sospecha que nadie pudiera tener razones para asesinarlo; pocas horas después, otra persona muere en accidente de tráfico y ambas defunciones convocan a Kramer y a Zondi, que para investigar el asesinato y el accidente se verán conminados a separar sus destinos bajo órdenes contrapuestas y ambiguas de un detestado Coronel du Plessis, y un tal Scott, en las que Kramer no tardará en advertir, certeramente, indicios de manipulación. Y es que a partir del momento en que ambos detectives separan sus caminos, por mor de la investigación, el inmenso grito que es esta novela empieza a cobrar forma, porque en un sentido u otro, ambos terminan en lugares decisivos. Zondi, que va en busca del primer sospechoso (el cocinero de Swart) es testigo, en el corazón rural del país, del desahucio de todos los habitantes de una aldea pulverizada bajo los bulldozers y las excavadoras.
Asistimos así, en páginas febriles y alucinadas que podrían recordar a Palestina, a escenas que conjuran uno de los pilares del apartheid: la estrategia de desplazamientos forzados practicada a partir de los 60, perfectamente estructurada mediante armas administrativas y legales, y empleada por el régimen para dividir y controlar las vidas y el trabajo de la población negra, sometiéndola a los intereses políticos y económicos de los blancos (impidiendo el usufructo de la tierra, obligándola a prestar una mano de obra semiesclava en las minas o la industria). Ni siquiera la complicidad y el talento de McClure para rescatar rasgos atávicos zulúes (las hechiceras desdentadas, las magias de lo cotidiano) consiguen rescatar de una desazón muy profunda la atmósfera en la que evolucina Zondi hasta localizar, con riesgo de su propia de su vida, al cocinero, huir con el y sufrir, tras una persecución que alcanzará su sentido mucho más tarde, un accidente que le llevará al filo de la muerte.
La investigación que de manera muy desenvuelta conduce Kramer, rico en labia, poder de seducción y con alguna sorprendente confidencia, en pos de la víctima del accidente, le lleva por su parte al otro lugar decisivo de la novela: la biblioteca de Trekkersburg, emblema aquí de la enorme importancia que jugaron las bibliotecas en la lucha contra el apartheid. A través de las bibliotecas se adquirían, distribuían, ocultaban y en ocasiones se difundía material de lectura clandestino; las bibliotecas fueron utilizadas masivamente por el Congreso Nacional Africano, el Partido Comunista u otros grupos de oposición (de los que muchos e ilustres bibliotecarios fueros miembros en la sombra) como foros en los que debatir estrategias contra el apartheid, o articular redes de contacto mutuas o, por ejemplo, con sacerdotes de la teología de la liberación que, a imagen del padre Kerrigan descrito en la novela, operaban en los Bantustanes y las “townships”, los miserables destinos de las poblaciones negras desahuciadas.
El régimen reaccionó convirtiendo la quema de libros prohibidos, entre 1955 y 1971, en algo habitual y, por supuesto, por muy sorprendente que resulten las escenas de espionaje que encontramos en El cazador sordo, es más que posible que la presencia de micrófonos y escuchas en las bibliotecas, en el momento más duro del apartheid, no tuviera nada de extraño y por el contrario resultase habitual. En la biblioteca de Trekkersburg ocurre la historia secreta que justifica la historia que estamos leyendo, e intuirla algo que en cierto modo está más allá de esta tierra es entender al fin la historia: aunque a efectos de Kramer, y también Zondi, ello no se traduzca sino en comprender que han sido víctimas de un gran engaño, de una gran manipulación orquestada por un poder brutal, y que la persona que mató a un tipo aparentemente solitario, santurrón y algo sordo, adicto a colocar micrófonos en las bibliotecas, tenía una identidad. McClure es generoso: nos ha contado un excelente relato policial, pero ha dejado varias novelas más a expensas del lector: una de ellas podría parecerse al Breve Encuentro de David Lean. La realidad no es de sentido único: las posibilidades que humildemente abre McClure son ilimitadas.
Para leer el comentario de José María Sánchez Pardo, click
Reino de Cordelia, 2013 Compra en Estudio en Escarlata
Ramón García

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