El 22 de mayo de 1938 setecientos noventa y cinco reclusos del fuerte de San Cristóbal protagonizaron una fuga largamente silenciada y cuya historia empezó a recuperarse a finales de los años ochenta. De aquellos casi ochocientos presos que marcharon ladera abajo intentando llegar a Francia, solo tres consiguieron su objetivo. Unos doscientos fueron ajusticiados. El resto volvió a las infrahumanas condiciones de hambre y enfermedad en las que allí se malvivía.
La novela abarca un espacio temporal comprendido entre 1936 y 1942 y finaliza con un epílogo datado en 2010. Sus principales protagonistas, Joaquín y Ana María, dos jóvenes de Puente Real, acaba de comprometerse la víspera del 18 de julio, cuando la asonada militar viene a truncar sus planes de futuro. Su historia de amor es la que sirve como hilo conductor para esta historia que aúna con acierto los personajes ficticios con los reales. Una historia de amor tan llena de vicisitudes, tan rebuscada y tan plagada de giros no ya sorprendentes, sino inverosímiles, que por desgracia es imposible no alejarse de la historia que tan poderosamente me atrajo: la vida en el fuerte de San Cristóbal y la impresionante fuga.
Gracias al que sin duda ha sido un ingente trabajo de documentación, Carlos Aurensanz nos introduce de lleno en la vida de un penal que no nació como tal, sino que se trataba de un fuerte preparado para unos pocos cientos de personas y no para los más de dos mil presos que allí se vieron hacinados.
Una pena que tanto la historia de amor, como ya he comentado, como la repetición de datos superfluos ya conocidos por el lector hicieran perder el foco de lo realmente interesante y contribuyera a que la lectura, demasiado a menudo, se me hiciera lenta e inevitablemente larga lo cual me deja con un extraño sabor agridulce acrecentado por el hecho de que tanto la guerra civil como la posguerra son uno de mis períodos históricos favoritos en literatura y hacía mucho tiempo que no me animaba con una novela con esta ambientación.