William Serafino
La intensidad con la que hemos vivido la crisis estos últimos años puede que nos dibuje en el horizonte la idea de que todo se fue al carajo.
Una inflación que campea y pareciera no tener orilla, el bloqueo económico, las restricciones financieras de todo tipo que pesan sobre el país, la aparición de problemas sociales que estaban “erradicados” mientras se mantenían los altos precios petroleros, representan el balance vivo de un conflicto que cargamos todos los días en la espalda.
Por una mezcla de desinformación, propaganda, con la propia condición inédita de la situación actual, nos cuesta relacionar el estado actual de deterioro de la economía con las sanciones y el bloqueo financiero impuesto, progresivamente por Estados Unidos, desde el año 2015 con la declaración de Venezuela como “amenaza inusual y extraordinaria” a su seguridad nacional.
En ese espacio vacío, donde la agresiva inflación en los productos básicos en apariencia no tiene nada que ver con que el país esté bloqueado, la mediocracia antichavista encuentra un espacio de legitimidad ante la sociedad para colocar al presidente Maduro como el gran responsable, único e imbatible, de la realidad que vive el país.
Esto, quizá, tiene que ver más con la incapacidad de nuestro sistema de medios para informar de forma pertinente y masiva las causas y motivos de la situación actual, que con la habilidad de los medios opositores por encubrirla y maquillarla a su favor.
Investigaciones independientes y hasta los mismos subsistemas de la ONU han reconocido la vinculación de las sanciones con crisis inflacionarias, la escasez de productos básicos, la destrucción del sistema hospitalario y la intensificación de problemas como la desnutrición y el aumento de la mortalidad infantil.
Desde el Irak de Saddam Hussein, la Cuba de Fidel Castro y hasta el primer período de la Nicaragua sandinista en el siglo pasado, no faltaron organizaciones internacionales y periodistas de renombre que, tiempo después, terminarían reconociendo los perversos efectos de las sanciones impuestas por Estados Unidos y el Consejo de Seguridad, en la salud de la población, su vida económica y los altos niveles de inflación.
Ahora, en este siglo, los nombres de los países objetivos han cambiado, pero la estrategia continúa siendo crucialmente parecida. Irán, Rusia, Siria y Venezuela, y más recientemente Turquía, reciben una sobredosis de destrucción económica planificada para precipitar cambios de régimen sin utilizar la fuerza militar. La única excepción dentro de este cuadro es Siria.
Aunque pudiera parecer complicado, la relación entre sanciones, bloqueo financiero y el desmadre económico que vivimos es sumamente lógica. Si a un país le bloquean los ingresos, le obstaculizan las importaciones y le limitan los flujos de inversión internacional, es sólo cuestión de tiempo para que la economía local se transforme en un caos casi imposible de contener en todas sus expresiones.
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Para nadie es un secreto que Venezuela está sancionada y bloqueada económicamente. Incluso, consultoras privadas en el área económica y relatores independientes de las Naciones Unidas, como Alfred de Zayas, reconocen que el país se ha visto afectado gravemente, aun cuando Estados Unidos insiste en que las sanciones van dirigidas hacia funcionarios del Estado venezolano.
Por alguna extraña razón, las sanciones contra los países acá citados sí implican un desastre económico que deja a los gobiernos sin capacidades y recursos para contener el caos y planificar una recuperación a futuro, pero, en el caso de Venezuela, el bloqueo financiero supuestamente no tiene nada que ver con la crisis económica. Sólo en Venezuela son dos variables separadas.
En Irak, Cuba, Nicaragua, Siria, entre otros países que han sufrido esquemas similares de guerra económica como contra Venezuela, se reconoce internacionalmente que sí han provocado aumentos de precios, intensificado la mortalidad y la desnutrición. Es ampliamente aceptado que estos mecanismos de coerción financiera han asesinado personas, literalmente, por el bloqueo sistemático a las importaciones de medicamentos de alto costo para tratar enfermedades complejas.
Pero en Venezuela, por alguna particularidad que nadie sabe señalar con exactitud, cuando lamentablemente una persona fallece por no encontrar medicinas, cuando el sistema hospitalario se desborda o cuando el salario no alcanza para cubrir todos los alimentos que necesita un núcleo familiar, la responsabilidad no la tienen las sanciones, sino la ineficiencia e indolencia de un gobierno al que supuestamente no le importa la gente y que no supo gestionar la economía.
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Bastante se ha escrito y reflexionado en las últimas dos décadas sobre las terribles consecuencias del neoliberalismo en la región latinoamericana y en el mundo.
El fin de la historia, del politólogo Francis Fukuyama, es la proclama con la que suele identificarse el inicio de la etapa histórica que se abrió luego de finalizada la Guerra Fría.
Pero si quisiéramos ahondar en los intelectuales orgánicos de este planteamiento, entonces tendríamos que referirnos primero a Margaret Thatcher, quien luego de destrozar el sindicalismo británico y experimentar en su propio país lo que años después sería exportado fuera de sus fronteras, definió con claridad meridional de qué se trataba eso del neoliberalismo: “El medio es la economía, pero el objetivo es el alma”.
Suele hablarse de neoliberalismo en exclusiva clave económica. Se cita el privilegio del poder de las empresas por sobre el Estado como su única motivación y práctica política.
El neoliberalismo implica una modificación intelectual de la historia humana y de sus sistemas político-económicos. Representa una metafísica del poder con la cual las potencias occidentales, posterior al colapso de la Unión Soviética, situaron el destino final de la humanidad en una marcha inexorable hacia la democracia liberal y la mercantilización de todas las esferas de la actividad humana.
La utopía soñada por el hombre de la Ilustración la vio concretada, finalmente, Ronald Reagan, Margaret Thatcher y los banqueros de Wall Street.
Seguir esta historia de principio a fin implicaría una explicación tan extensa que ni el escritor de este artículo ni el lector están dispuestos a asumir. Pero bastaría dejarlo hasta aquí para llegar al punto que creo central: el neoliberalismo no es un plan económico, sino una construcción epistemológica. En otras palabras: la historia humana sólo tiene sentido a través de la lógica del mercado.
En consecuencia, la política ha pasado a ser colonizada, primero en verbo y luego en acción, por tecnócratas y banqueros. Las experiencias políticas se observan y analizan en función de cuánto termine retribuyendo al mercado.
El escritor peruano Mario Vargas Llosa hábilmente diferenciaba al progresismo latinoamericano entre una “izquierda carnívora y una vegetariana”. La carnívora, obviamente, estaba representada por Hugo Chávez, mientras que “la vegetariana” tenía como protagonistas a Lula Da Silva, Cristina Fernández de Kirchner y Rafael Correa.
La “izquierda vegetariana” aparentemente siempre tuvo margen de aceptación superior al de Chávez. Mientras redistribuía la riqueza a una población depauperada por el neoliberalismo, también era flexible con los mercados, mostraba indicadores económicos atractivos para los inversionistas y respetaba la democracia liberal.
Años después de los aplausos recibidos, los presidentes de la “izquierda vegetariana” fueron derrocados. Empleando contra sus figuras los mecanismos de la democracia liberal y del Estado de derecho que tanto habían defendido durante sus mandatos, fueron expulsados del poder quirúrgicamente y sin ningún costo para los ejecutantes.
Detrás del crecimiento económico argentino y ecuatoriano, o del proyecto de expansión al mercado internacional del “Brasil potencia” de Lula, poco había de construcción política más allá de lo electoral.
La redistribución de la riqueza y la estabilidad económica sin dinámicas disruptivas de organización política y social desde abajo, en clave constituyente, terminó pasando factura en la total inacción del pueblo al segundo después de que Mauricio Macri ganara en las urnas, de que Lenín Moreno destapara la persecución contra Rafael Correa, o cuando Lula fue directo a la cárcel escoltado por la policía.
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La metafísica del neoliberalismo ha permeado todos los espectros del análisis político sobre Venezuela, de izquierda a derecha, en una especie de consenso común de que la Revolución Bolivariana fracasó porque sus indicadores económicos, lesionados por las sanciones, no corresponden a una democracia liberal de cara al mercado, acorde a la utopía asesina de Occidente de un único destino global para toda la humanidad.
Una de las razones de que sectores de la izquierda regional se hayan alejado del chavismo estos últimos años consiste en su resistencia a entrar por el carril del fin de la historia. A su obstinación por reinterpretar, de acuerdo a sus claves históricas, un modelo de democracia constituyente que balancee, a favor del pueblo, la correlación de fuerzas que pugnan por determinar el destino económico y el lugar geopolítico que ocupará la sociedad venezolana en los próximos años por venir.
Hace poco discutía sobre esto con un buen amigo español, quien además es un furibundo militante de un genuino marxismo-leninismo que pocas veces en mi vida he visto. Llegábamos al punto en común de que detrás de los análisis economicistas sobre la coyuntura venezolana, la izquierda tradicional desprecia, o simplemente no incorpora en sus planteamientos, las dinámicas de organización política constituyente que se han dado en el país durante los últimos años en medio del conflicto, a su permanente capacidad de reinvención de escenarios.
Y es que sólo a partir de ese eje, y no desde la macroeconomía, se puede entender la vitalidad del proceso político venezolano.
Un aspecto fundamental es cómo el chavismo ha empleado una metódica de empoderamiento de la gente y de estimulación de la participación colectiva como forma de respuesta a las crisis planteadas, incluso aquellas que tienen su punto de origen dentro del mismo Estado.
Del desabastecimiento programado por el sector privado nacieron los CLAP, una experiencia que se construyó, a partir del saldo organizativo del chavismo, un sistema de abastecimiento paralelo de atención directa y que, tras dos años de su lanzamiento, ha mostrado su construcción estratégica al evitar una crisis alimentaria.
De la crisis de las misiones sociales y las tramas de corrupción a lo interno del Estado, nació el Carnet de la Patria para actualizar los sistemas de protección social y seguirle el pulso a la emergencia económica, mejorando la capacidad de respuesta de las organizaciones de base, que, en medio de la candela, cosen las heridas de las sanciones.
Así como éstas, otras experiencias y dinámicas de organización social desde abajo en Venezuela muestran en su evolución histórica la capacidad de construcción política del chavismo, y, sobre todo, su talento para metabolizar las crisis, aprender de ellas, adaptarse y encontrar respuestas en la organización política.
Es totalmente cierto. Estos aspectos poco contribuyen directamente a que aumente el PIB, a que mejoren los indicadores económicos, o a que Venezuela se proyecte internacionalmente como una economía atractiva para los inversionistas.
Para algunos sectores de la izquierda tampoco parece ser demasiado inspirador ese proceso. Parece que, con la agenda global de los derechos de las minorías y el cambio climático, ya justifican lo suficientemente bien su labor “revolucionaria” en este momento crítico de la historia mundial.
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Sin embargo, para la historia chavista en construcción, estas dinámicas políticas representan un saldo clave que debemos resguardar, proteger y defender celosamente. Es lo único que es verdaderamente nuestro y lo que nos permitirá seguir buscando nuestros agarraderos comunes en medio de una guerra que va para rato.
Como administrador de un Estado inscrito en el sistema-mundo, el gobierno venezolano debe negociar con los amplios sectores del capital global para reordenar aspectos macroeconómicos que apunten hacia una estabilización interna y debilitar el poder de daño que han ejercido las sanciones.
Pero ante esa realidad que escapa a las fronteras nacionales, el Gobierno ha sabido diferenciar lo que pertenece estrictamente a cómo Venezuela se inserta en el juego económico mundial y lo que corresponde, también estrictamente, a la construcción política del chavismo.
Es por esa razón que el Plan de Recuperación Económica, que está diseñado para atraer capitales e inversiones al país, tiene una clave en paralelo pocas veces reseñada: introducir nuevos instrumentos (El Petro, Plan de Ahorro en Oro) para que la población se apropie de ellos y los construya en el proceso.
Esta forma de responder ha venido sistematizándose en medio del conflicto, lo que ha configurado, progresivamente, el paradigma político chavista: a cada crisis le sale una organización política; a cada situación de emergencia, el chavismo desarrolla un arma para defenderse.
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El último hombre es la obra que acompaña
El fin de la historia de Francis Fukuyama. Embriagado por la victoria de Occidente contra la Unión Soviética, imaginó que el planeta caminaba inexorablemente hacia la construcción de un individuo sin historia, cosmopolita, global, de un jugador racional que tiene como único objetivo de vida maximizar sus beneficios egoístas en el mercado, estaba garantizado.
Era efectivamente el “fin de la historia” porque se había consagrado la construcción de una sociedad sin política, vaciada todos los días por la inmediatez del consumo y el individualismo.
Si algo ha definido al chavismo desde sus orígenes ha sido, precisamente, la apuesta por lo colectivo. Esto no implica, automáticamente, que el chavismo sea la expresión del hombre nuevo que soñó el Che Guevara, dotado con una ética anticapitalista que lo hace diferente del resto. Pensarlo así sería una mentira total.
Pero su alma está dividida, en permanente contradicción. Entre la utopía del “fin de la historia” que lo atraviesa y lo compone civilizatoriamente como parte de la periferia de Occidente, en el marco de la singularidad del rentismo petrolero venezolano, y la disposición, quizás inconsciente, de refutarse permanentemente. Esos dos elementos conviven en un mismo cuerpo todos los días de este proceso.
Es así cómo el chavismo, al mismo tiempo que reproduce las prácticas sociales del rentismo, dentro o fuera de las famosas economías sumergidas, también tiene la capacidad de desdoblarse en un sujeto solidario que invierte buena parte de su tiempo en construir con el otro, con el de al lado, con el que no conoce directamente, el aguante diario de la crisis.
La vitalidad y complejidad del proceso chavista radica en esa enorme complejidad. Y representa el marco ético y colectivo bajo el cual se han logrado superar los estadios de inestabilidad y caos que aún prevalecen.
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José Manuel Briceño Guerrero decía, en su obra
El laberinto de los tres minotauros, que el latinoamericano estaba dividido, y en pugna permanente, entre el discurso occidental, el discurso criollo y lo que él llamó el discurso salvaje, negador violento de toda conquista y colonización. Arma del desastre y el caos.
Si observamos con detenimiento el panorama regional, esa contradicción permanente en el cuerpo social latinoamericano pareciera resolverse a favor del discurso occidental, que absorbió en la época de la post Guerra Fría lo que quedaba de capitalismo criollo y terminó por atomizar cualquier potencia creadora que pudiera tener la sociedad en su conjunto, por fuera de la lógica del mercado.
En ese marco de aparente victoria final, la crisis civilizatoria del neoliberalismo en Occidente, identificada con toda su ira en la presidencia de Donald Trump, parece irse abriendo paso lentamente en la región. Jair Bolsonaro es un síntoma de ello.
El caos sistémico global se da hoy en el marco de una confrontación brutal entre fuerzas políticas que buscan la recomposición del sistema-mundo retornando al poder del Estado con base a un capitalismo nacional, y otra fuerza, que por los negocios que están en juego y por el saldo cultural conquistado, desea mantener la maquinaria de la globalización intacta. Ambos planteamientos, con sus matices y grados de intensidad, no cruzan el umbral del libre mercado.
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En Latinoamérica estos coletazos también se viven en clave subdesarrolladas: los aspirantes a Donald Trump o Hillary Clinton en la región son caricaturas deformadas, profundamente ignorantes, producto de siglos de capitalismo periférico y de un exterminio identitario basado en el consumismo que lo muele todo sin resistencia visible.
En ese mapa, el chavismo, en medio de potentes sanciones y una crisis inédita con altos costos sociales y humanos, resiste a la esterilización cultural que muestran lamentablemente otros pueblos del continente.
Muestra una gran habilidad de reinvención política, inédita para los tiempos actuales, donde Occidente usa al resto de la región, a falta de élites y pueblos movilizados en función de una entidad nacional, como campo de batalla y de experimento. Una vez más.
Esa diferencia en sí, aunque no tenga un impacto para la reversión inmediata de la situación económica, aunque no se pueda masticar, beber o comprar en un supermercado, tiene una dimensión crucial para este momento: aquí se está construyendo una historia propia, en tiempos del “fin de la historia”. Y si algo resiste a la caducidad que conlleva cualquier cosa en el mundo de la mercancía, es precisamente ese aspecto tan intangible como cierto.
Contra Venezuela existe una saña particular. Las alianzas con China y Rusia, la ubicación estratégica del país y sus enormes recursos naturales, explican sus razones geopolíticas. Pero es su resistencia al laboratorio de la guerra y su determinación a no matarse fraticidamente entre sí, a no rendirse, lo que al final de cuentas desean exterminar desde que empezó esta historia.
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