Revista Cultura y Ocio

El chico de la tercera fila – @Macon_inMotion

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

El suave traqueteo del tren partiendo en dos el horizonte no impedía a los pocos pasajeros del vagón sumirse en sus propios mundos. Tan sólo eran las ocho de la tarde, pero la sensación de estar viajando de madrugada era dominante. La temperatura era baja en el interior y el chico de la tercera fila de asientos se estremecía ligeramente mientras abrazaba una mochila de color granate. La mochila era el único toque de color puesto que vestía de negro de los pies a la cabeza. Iba en posición casi fetal, con las deportivas apoyadas en la parte trasera del respaldo del asiento anterior. Las sombras negras de los árboles cruzaban su ventana a toda velocidad como fotogramas de una película de principios de siglo XX y el cielo, cada vez más negro y menos azul, enmarcaba su rostro de pómulos marcados y mirada turbia. Un hombre estiraba las piernas en el compartimento entre vagones, apenas una vaga silueta. La cara de una mujer, iluminada por la luz azul de su smartphone, viajaba en el otro extremo. Varios bultos más, la mayoría personas dormitando, completaban el vagón, que viajaba con menos de la mitad de los asientos ocupados.

El chico, lentamente, abrió su mochila y examinó el interior. Todo parecía en orden puesto que a continuación volvió a cerrarla. Repetía el gesto mecánicamente cada cierto tiempo, con miedo de que parte de su contenido hubiera desaparecido. El reloj digital de color verde oliva que había encima de la puerta del vagón seguía avanzando y aún quedaba toda la noche por delante.

Su abuelo había muerto. El anciano de casi cien años, había guardado durante toda su vida esa mochila granate que el joven llevaba celosamente consigo. Dentro, el uniforme completo y perfectamente doblado que le había pertenecido durante las guerras. Durante la guerra. Porque como él le había dicho horas antes, todas son la misma. A pesar de estar pulcramente doblado, conservaba unos enormes manchurrones oscuros. Se trataba de sangre reseca, perteneciente a la única persona a la que su abuelo había matado. Sangre de una persona muerta hacía más de medio siglo. Sangre de una persona cuya muerte llevaría en su conciencia toda la vida, como pesado recordatorio del envilecimiento al que era capaz de llegar el ser humano.

Y ahora el tren lo llevaba de vuelta a casa con una mochila llena de culpa y con la promesa de no olvidar. Puesto que nadie desaparece del todo mientras alguien lo recuerde. Por eso su abuelo nunca quiso lavar la sangre de su uniforme.

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