Por Daniel Dannery.
La búsqueda de la verdad es siempre un camino tortuoso, y es por eso que necesitamos mentir para obtener, o más bien necesitamos que nos mientan para saber que vivimos de la apariencia de la fortaleza.
En ese camino nuestras emociones más extremas logran unirse y podemos pasar del odio al amor, y viceversa, porque la verdad, dice un refrán: “Duele”. Pero necesitamos de ella, estamos en esa constante búsqueda de descubrir lo que somos, o lo que nos hace ser.
En ese sentido, y através de ese dogma de vida, existen instituciones, empresas y demás “edificaciones” que intentan hallar una solución a estos problemas; algo llamado NASA, cuyo propósito es el de buscar respuesta a una de las más grandes incógnitas del ser humano ¿Somos los únicos?
O ese libro de titulo elitesco “Más Platón y Menos Prozac”, que busca darnos cuenta que nuestras depresiones, histerias, obsesiones, filias, o lo que sea, únicamente son un producto de nuestras mentes mal sanas.
Y es por eso que también existe “Los Hombres son de Marte y las Mujeres de Venus”, porque no les basta a los hombres con verse el pene en el reflejo del espejo para saber que somos distintos a las mujeres, o quizás las mujeres no han entendido que los hombres aun llevan en sus genes a nuestros padres Cromagnones y no somos fieles pues somos cazadores con hambre, y a pesar de saciarla por momentos, siempre necesitaremos cazar más, y más, es la ley de la vida.
O en el caso que nos compete… la existencia de la revista “Estampas” que resulta la dosificación actual de lo que un pasado fue y nos legó “Sábado Sensacional” con su espacio de reencuentros familiares cargados emotividad y pasión humana, donde la verdad salía a flote, y toda una vida de mentiras y engaños desaparecía al ver a aquel padre dado por muerto, que finalmente luego de 40 años se unía emocionalmente a una hija, deseosa de volver a tener a una familia.
Estamos constantemente reprochándonos la verdad para disfrazarla de mentira, y es esto una forma de vida, es esto un conflicto, es esto nuestro mayor drama en la escasa y limitada línea de tiempo que nos separa de la muerte.
Lamentablemente “El Chico que Miente”, no sabe mentir bien, pues su verdad, no nos interesa para nada.
Y qué nos va a interesar, cuando estamos acostumbrados a escuchar las mentiras del líder a través de un televisor y a debatirlas, con aquellos que creen son ciertas, o a refutar que algunas verdades también son mentiras, o que la capa de ozono se ha deteriorado, o que en todos los países del mundo hay control de cambio, o que Michael Jackson está muerto. Y es ahí cuando tomamos un respiro, y en nuestra paranoia nos vemos en medio de una conspiración.
Ya nos han mentido suficiente, y no es necesario que venga un pelado de 11 años a recordarnos que la historia de este país se basa en la capacidad que tenemos a diario para mentirnos constantemente, y al levantarnos bien tempranito por la mañana, sacar el envase frío de la nevera para armar la vianda, o vernos al espejo luego del baño, para repetirnos como mantra tibetano: “Que todo ira para mejor”.
El chico que miente, pretende en un discurso al parecer contemplativo, sugerente y conceptual, dosificarnos la esperanza de creer que efectivamente hay un lugar para el perdón y la reconciliación… si, en Rusia también tienen años en lo mismo.
“El Chico que Miente” se convierte en una película de ambigua concepción ideológica que resalta el romanticismo de sus realizadores. No puedo sino sonreír, y pensar en aquella frase divertida que dice: "No ser comunista a los 20 es no tener corazón. Y seguir siéndolo a los 40 es no tener cabeza.” De alguna forma este empeño por reivindicar una lucha armada que ya se exponía en “Postales de Leningrado”; la anterior película de esta dupla conformada por Ugas-Rondon, vuelve a aparecer en pinceladas muy mal dibujadas en esta Road-Movie costera. Imágenes pudorosamente fotografiadas como el pendón de la revolución, o los grafittis en la carretera.
Personajes con motivaciones fetichistas, como el fotógrafo hurtador de figuras religiosas, que pretende en su construcción dramática discurrir en las verdaderas motivaciones de un “Artista” ante su obra. O los saqueadores de tubos, que intentan retratar la derrota de la revolución ante su afán de darle el poder al pueblo, sin llegar a nada, a una metáfora que el espectador, en base a la teoría Jungiana debe complementar con lo que puede leer a diario en la prensa nacional, y esto tampoco es que te pueda llevar a la verdad.
Podría funcionar de no ser, porque ninguna de estas microhistorias se desarrollan de una manera coherente, y terminan por ser pequeñas ideas forzadas en el relato, que más que ayudarlo a avanzar, como debería ser, frena y saca de contexto el verdadero conflicto de la historia, y es que no estamos hablando de una película coral (Magnolia, Crash, entre otras), donde quizás los personajes secundarios podrían darle peso al argumento inicial, o lo que es lo mismo, a la propuesta ideológica de su autor.
“El Chico que Miente” adolece de una sola cosa, y es la poca dramática de sus discurso, si bien la motivación del personaje es clara, la necesidad de utilizar como recurso un viaje iniciático debe tener un algo conciso en su estructura, y esto es así cual receta de bizcocho casero, ha de existir un cambio, un vuelco, una salida a todo el problema, y la pretensión metafórica de un collar como leiv motive no es lo suficientemente fuerte para culminar con este problema. Vamos, que el collar no es la carta del fraile que nunca llega a manos de Romeo.
Sin hablar por supuesto del recurso melodramático del Flashback para hacernos comprender el camino, el cual le da un aire a la historia de unitario televisivo.
No bastan los paisajes bonitos. El retrato de postal de una Venezuela que al parecer continúa siendo “hermosa” pese a todas las catástrofes naturales, políticas y sociales, por las cuales agoniza.
A pesar de esto, el logro de la fotografía es remarcable, pues en mi caso, logro comerme el cuento de que algunas de nuestras playas (de acceso popular, dichoso el que puede pagarse un fin de semana en los Roques) siguen teniendo vida. La escena de los manglares resulta ser una de las mejores del filme, donde el espectador atento, sufre la incertidumbre del chico ante un verdadero peligro, que a lo largo de la película no se deja ver con suficiente fuerza, como por ejemplo, la insinuación pederasta.
Las actuaciones carecen de la fuerza necesaria para lograr el cometido, y hablo de los roles secundarios, que son aquellos que más sufren el despropósito de unas escenas carentes de conflicto verdadero. El joven talento Íker Fernández, intenta aguantar todo el peso dramático de la historia, y lo logra a medias, por lo general, su rostro de empatía neutral ante un mundo que el intenta comerse con su viveza, resulta pedante y sin lógica ante todo el peso emocional que un personaje como el interpretado, necesitaba. Pero no dudo que en futuros proyectos y con estudios pueda lograr la madurez interpretativa. Finalmente la actuación es una cuestión de técnica, y a pesar que nuestra realizadora intenta darles protagonismo a no-actores, esto también resulta un arma de doble filo para el resultado final, aunque debo sincerarme y es que algunos de estos no-actores tienen más futuro en el medio, que muchos que se llenan la boca hablando de su capacidad artística.
Donde mas redunda la historia es en ese afán de hacernos comprender que somos un país joven que ha crecido victima de abusos, y carente de un rostro verdadero que nos haga encausar, para no volver a salirnos del camino. Sabemos como venezolanos que nuestra memoria es limitada, y adolecemos de lo que Cabrujas llamaba “El estado del disimulo” ¿y entonces donde está la solución planteada? Uno no sabe si el niño al final sonríe porque ha caído presa de las arenas movedizas de los medanos, o porque finalmente ha descubierto la mayor mentira de todas, no se puede confiar en lo que la revista “Estampas” publique.