Aquella
noche fue terrible y dantesca. La peor de las pesadillas inimaginables para
muchos ciudadanos inocentes.
Camisas pardas de las Secciones de Asalto, las SA,
entraban vioentamente en los hogares, arrancaban cortinas, rajaban tapicerías,
destrozaban los muebles, tiraban la
vajilla por los suelos. A una anciana que estaba enferma desde hacía semanas la
hicieron levantarse de su cama para destrozársela. Muchos de los asaltantes eran adolescentes.
¿Dónde habían aprendido esa violencia, esos gestos airados, ese odio que se
reflejaba en sus miradas decididas, serias y torvas? Era imposible que la vida
les hubiera maltratado tanto y que les
hubiera enseñado a odiar ya tan jóvenes. No era posible que acumularan tanta
inquina despiadada, tanto resentimiento contra gente que no les había hecho
nada, salvo que les hubieran inculcado toda esa ira en la peor escuela posible,
la de la xenofobia fascista y en su propia casa.
“A ti
alzo mi voz, Yahvé…
Oye la
voz de mi súplica
cuando
te pido socorro
cuando
levanto mis manos
hacia tu santo templo…”
Se calcula que más de
siete mil establecimientos fueron destruidos, unas cuatrocientas sinagogas
incendiadas. Dos centenares de judíos fueron asesinados y unos veinte mil
fueron enviados a campos de concentración. Las únicas personas no judías que
fueron castigadas por las atrocidades que se cometieron aquella noche fueron
delincuentes que habían violado a mujeres judías, no por ese delito
precisamente sino por haber contravenido las leyes de pureza racial sobre las
relaciones sexuales entre arios y judíos.
Tras este suceso, el
número de judíos que deseaba salir de Alemania aumentó drásticamente. Se
calcula que, aproximadamente, la mitad de la población semita abandonó Alemania
entre 1933 y 1939. ¿Por qué no huyeron muchos más?
Salir del país no era tarea fácil.
Una norma sobre
transferencias de capitales entre países evitaba que los judíos pudieran
llevarse gran parte de su dinero fuera. El impuesto sobre la emigración,
despojando a los judíos de la riqueza que necesitaban para el pasaje a otros
países, actuaba de factor disuasorio. Muchas naciones se negaban a acoger a
inmigrantes sin dinero porque ello suponía una carga para el Estado de acogida.
Así
que muchos quedaron atrapados en una Alemania hostil que cada vez se asemejaba
más a una ratonera.
Algunos se quedaron por propia
voluntad, asustados pero indecisos ante la perspectiva de emprender una nueva
aventura lejos del hogar, esperaban que amainara la tormenta. Pensaban que esa
situación no se iba a instalar como definitiva, que los nazis no iban a estar
allí siempre. Cómo iban a abandonar todo lo que tenían, trabajo, casa,
propiedades, dinero, amigos…
El caso es que hasta 1941 se fomentó
la emigración por parte de las autoridades alemanas. A partir de esa fecha se
consideró un acto ilegal. Hasta ese momento habían abandonando el país
aproximadamente 280.000 judíos, algunos con la mala fortuna de que lo hicieron
a países que luego fueron invadidos por las tropas germanas, como Polonia o
Países Bajos.
Y esto fue el inicio del
exterminio masivo de judíos, del holocausto, una palabra de origen griego que
significa "sacrificio por el fuego", nunca mejor dicho puesto que una
abrumadora mayoría terminó en los hornos crematorios de los campos de
exterminio.
De la aniquilación
sistemática tampoco se libraron otros colectivos, también considerados
inferiores racialmente, como los romaníes (gitanos), los testigos de Jehová,
los homosexuales, los discapacitados. Tampoco se libraron los disidentes
políticos, los socialistas, los comunistas y algunos de los pueblos eslavos,
como polacos o rusos, que llegaron a caer en sus manos una vez que se inició la
guerra mundial.
Nosotros
tuvimos una gran suerte porque logramos escapar muy pronto, a Palestina, el
“mandato” británico, antes de que el conflicto llegara a más.
Tuvimos que dejar casi todo en Berlín, merced al Acuerdo Haavara entre bancos sionistas y las autoridades nazis.
Y eludir
así un final terrible del que no pudieron librarse muchos de nuestros
compatriotas.
Y
pudimos empezar una nueva vida lejos de nuestra casa.
Espero
fervientemente que mis hijos, mis nietos y los hijos de mis nietos no olviden
nunca esta lección que la historia nos
brinda y que jamás ningún otro pueblo, de la raza o el credo que sea, se vea obligado a una humillación semejante.
Eisech
Sandler, en Jaffa, tierra de Israel, verano de 1946.