Revista Cultura y Ocio

El Chivo, el Negro, el choque y la imagen: Amores Perros a diez años de distancia

Publicado el 11 marzo 2010 por Sergio B Huidobro

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¿Qué hiciste güey?, ¡Nada güey!, ¿Cómo que nada pendejo?... Corte, corte, barridos, grano desenfocado. Los primeros minutos, la sensación de la que se desprenden las siguientes dos horas y media de Amores Perros (González Iñárritu, 2000) son también los primeros momentos de una cinematografía (la mexicana) que entra al cambio de siglo como un amasijo de formas maduras, aunque todavía en fermento, estimulante pero incompleta.

¡¿Ya se murió, ya se murió, carajo?!, No güey, está vivo ¿Cómo se te ocurre meterte con esos hijos de su puta madre? Y ¿Quién está vivo? ¿Meterse con quienes? ¿De quienes huimos? ¿Por qué? El que está fuera de la pantalla no lo sabe, se ha despertado de golpe a una pesadilla tensa y sofocante con perros sangrantes, microbuses, gritos y respiraciones agitadas, un automóvil desesperado y una ciudad fotografiada como entrada al inframundo. Rojo. Claxon. Frenos. Golpe. Negros.

Asfalto y hocicos


Despiertas otra vez. Un perro grande y fuerte caminando por un pasillo largo, los colores se saturan en la pared, las luces en la ventana lastiman, sobreexponen, la cámara está inquieta. Amores Perros nunca se dió permiso de ser amable con espectadores que reposaran en el clasicismo Figueroa ó en la pulcritud ámbar de Como Agua Para Chocolate (Arau, 1992). Su germen está en el videoclip, en David Fincher, en el documental, las Nuevas Olas e incluso en el cinema verité.

González Iñárritu, El Negro, le debe tantos favores a los teóricos de la narración cinematográfica como a la publicidad y a las estéticas de su generación, las del underground urbano, desde Taxi Driver (Scorsese, 1976) hasta Perros de reserva (Tarantino, 1992) y el desencanto grunge. A la de Tarantino, al menos, le debe un deja vú en algo de la narrativa y en la persecución inicial, aunque aquí un enorme y moribundo Rottweiler haga el papel de Tim Roth.

Traiciones y animales


Se puso de moda hablar de Amores Perros como la película de las tres historias, cuando el relato de Guillermo Arriaga cruza, al menos, cuatro, la última de ellas (La de El Chivo) como leit motiv de las otras tres, arco dramático y punto de encuentro de todos los animales de la película, los que ladran, los que hablan y los que lloran.

El paria asesino, vuelto padre de familia y su sendero largo hacia el perdón funcionan como contrapunto de las otras historias, fratricidas, preñadas de rencores y de impulsos perrunos, donde parejas de hermanos se lanzan mordidas rabiosas mientras la agonía de un poodle perdido acompaña al quiebre emocional de una pareja que se destruye noche a noche.

Al final, el Chivo y el Cofi, caminando al horizonte de un campo pétreo y estéril, terminan por ser un epílogo de curiosa esperanza: La redención humana y canina una vez liquidados los instintos engendrados tanto en uno como en otro: Muerto el hermano,se acabó la rabia.

Marzo 2010


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