El cielo de la selvaElaine Vilar MadrugaLava EditorialRústica sin solapas | 352 páginas | 20,90€
Hace años que Elaine Vilar Madruga captó mi atención como lector. Puedo, en realidad, decir cuando porque lo recuerdo de sobra. Fue con un relato, titulado Tableaux vivants y recogido en la (fantástica) antología Ciudad nómada y otros relatos de Mariano Villarreal, donde contaba la historia de una chica que quiere pasar a formar parte de una Galería y se tatua en su cuerpo el Guernica de Picasso. Después sería, mi recomendada Los años del silencio, una historia teatral, de pura tragedia griega, donde tecnología y tradición feudal conviven a la par. Sin embargo, el salto, la obra que llevó a Elaine al público general fue La tiranía de las moscas, que edito la siempre interesante Editorial Barret, donde una atmósfera extraña, embadurnada por un realismo mágico circunstancial y una siniestra tiranía, no consiguieron terminar de conectar conmigo.
Sin embargo, siempre he tenido a Elaine (como a muchas otras) como una de las voces más importantes e interesantes de la actualidad. Una de esas que sigo a donde vaya y que no pocas veces he recomendado. También, como dije en su momento con Mónica Ojeda o María Fernanda Ampuero hace no relativamente mucho, de las más interesantes. De las más arriesgadas, me atrevería a decir. El cielo de la selva es pura muestra de ello, y esas cinco estrellas que refulgen al inicio de la entrada no son un mero adorno. A camino entre cuento gótico y terror caribeño, esta historia situada en la selva es un delirio de realidad, un lugar donde el abismo a lo sangriento esta cerca y las texturas de la selva, la peligrosa selva, son palpables en cada instante. Aquí Elaine hace gala de sus temas habituales —maternidad(es), clase social, violencia— y lo retuerce hasta el fondo, hasta lo hondo del pecho, hasta la desesperanza de un ciclo sin fin como la vida misma.
Imagen extraida de selvatropical.org
Cuidado con la selva
La selva es un dios hambriento. El cielo rojo anuncia que es la hora del sacrificio. Puedes vivir en sus dominios, como hace la Abuela, Santa, Ifigenia o Lázaro. Sin embargo, existir en sus dominios exige un alto precio. Su voracidad nunca termina. Aquí las madres son obligadas a dar a luz y entregar a sus propios hijos como futuro alimento, como sacrificio para vivir. Nadie puede ser madre, y a la vez, todas deben serlo. Deben producir ofrendas y que el sistema nunca caiga. La selva siempre tiene hambre. En un mundo despiadado de guerrilleros y narcos, la selva garantiza la seguridad a sus habitantes, pero renuncian a cualquier tipo de derecho y esperanza. Así es el ciclo de la selva. Así es la vida en la hacienda. Es el cielo y el infierno a la vez. Es una paz, una cruenta, pero paz.
Deambulando entre dos mundos
Nada está puesto al azar en El cielo de la selva. Ni un nombre, ni una acción, ni una palabra. Nada. Desde Ifigenia, el personaje de la tradición griega que fue pedida en sacrificio a Agamenón para continuar su navegación a Troya, hasta la resurrección del Lázaro bíblico o el papel de Santa, definida por su relación especial con la deidad de la selva. Y es que aunque Elaine renuncia en todo momento a explicar lo fantástico, asimismo del mundo real tenemos un retazo. La selva es un refugio, y también, un personaje. La selva no es más que violencia, como la violencia sistemática que enfrentamos (y vemos) cada día en el mundo real. Pon un telediario, no será muy diferente de lo que cuenta Romina en El cielo de la selva. La selva ejerce, en este caso, de cielo e infierno, pero donde, como en el mundo real, las mujeres adoptan ese papel de madres, de paridoras y cuidadoras, de personas que no han podido escapar, bajo ninguna circunstancia, de su infernal hogar. Es sacrificio, es vida, es castigo.
Foto de Massimo Rapella
Caleidoscopio de maternidades
Decía antes al principio que El cielo de la selva era una historia de maternidad(es). También es, por supuesto, una historia de mujeres, concretadas en diferentes conceptualizaciones, en diferentes voces que poder sentir, leer y ver pensar o hablar. La estructura nos lleva de un personaje a otro, pasando por sus cabezas, sintiendo en nuestras carnes sus actos. Sus deleznables actos. Sus arrepentimientos. El lenguaje muta de uno a otro, la dureza, la crudeza del cuento, jamás. Será una recién llegada, una puta llamada Romina, la que rompa el hechizo. La puta que vino de fuera, la mujer que rompe el círculo, que rompe el ciclo. El ambiente fronterizo que se ve roto, que se ve pisoteado, como un útero que trata de dar nueva vida (o muerte). La hacienda es el lugar, la selva es la deidad. La supervivencia no es gratuita, y todos deben aprender a aceptar su rol para poder sobrevivir.
Todos deben sacrificar algo, de una forma u otra. No hay detalle al azar. Todo está conectado, formando una especie de órbita con forma de ocho acostado de la que no se puede salir. La selva siempre tendrá hambre de más, y probablemente, por desgracia, alguien perpetuamente la va a alimentar. En el camino, El cielo de la selva nos deja un retrato de maternidades no convencionales, de madres e hijas, de monstruos, de mujeres violadas o de cuerpos no normativos que se lanzan al vacío como un puzle que montar, como imágenes inconexas que causan malestar, pero juntarlas pueden ser un tajo letal. Aquí todo es violencia, se procrea para matar, se mata para sobrevivir. Todo aquí es inhumano, todo resulta denunciable, cuestionable, atroz, perverso y depravado. De cómo deber ser madre, no de querer serlo. De no tener la opción, cómo a veces (muchas) en nuestra sociedad a decir que no. A rechazar la maternidad y no sentir las caras de asco volteadas al mirarte. A no tener que explicar los motivos de no seguir las reglas estipuladas. Todo en El cielo de la selva es denuncia. Todo en El cielo de la selva es turbio. Todo, en El cielo de la selva, es importante para el mundo real.
Otros enlaces de interés:A grito pelaoReinas del grito