A Pedro del Espino y a Rafael Roldán, atentos vígias.
Tendrá el azul del arcano cielo su fragilidad de paisaje, su métrica voluble sin prodigios.
Ese reino en el que se corrompe la luz
y para el que no existe más verdad
que la ocupada por la voluntad del que, fascinado, perplejo, atisba, entre deslumbres de aire quemado y entrevistas claridades,
por un desatino de nubes tornadizas,
una evidencia de épica, un pequeño alarde de pureza.
Tendrá su catedral invisible de niebla,
abrirá con antigua vehemencia
su secreto enquistado, su dormido afán.
El nacimiento del cielo es vértigo y es fiebre.
No hay con qué urdir un principio ni está siquiera la determinación de confiarle un fin.
Un clamor que no cesa es el cielo.
Tan intima y tan ajena la propiedad de su vasto alambique sin sustancia.
El cielo es un poema a medio hacer.
Tiene el don de la mesura y el loco fragor del desquicio.
Expande con infinita sabiduría su danza de salmos.
Los doctos libros que lo encierran
en palabras con las cuentas hechas y el ímpetu intacto no lo nombran.
Está el cielo en una conmovedora exhibición de milagros.