«Un gran conquistador a punto de dominar el mundo.
Tres ciudadanos griegos dispuestos a impedírselo.»
El mundo se tambalea: Alejandro, rey de Macedonia, un muchacho de apenas veinte años, arrasa poblaciones enteras y afianza su hegemonía sobre los griegos, al tiempo que prepara el asalto al todopoderoso imperio persa.
La ciudad de Atenas, aterrada por la situación, se halla sumida en disputas entre seguidores y detractores del macedonio. Diógenes, un anciano harapiento que vive de la limosna, duerme en una tinaja y se asea una vez al año, permanece ajeno a todo ello. También están en la inopia Dioxipo, campeón olímpico que pasa media vida en los gimnasios y la otra media con sus amigos, y Onesícrito de Astipalea, un modesto fabricante de flautas para quien la felicidad consiste en cuidar de su familia, conversar con Dioxipo y Diógenes y pasear en barca.
Sin embargo, la plácida vida de Onesícrito salta por los aires cuando ha de defender en un juicio a Diógenes. A partir de ese momento, sin poder evitarlo y en contra de su voluntad, se ve involucrado en una peculiar trama articulada en torno al admirado y odiado rey Alejandro, de cuyo éxito dependerá lo que más le importa a Onesícrito, y también lo que menos: la vida de sus seres queridos y el destino del mundo.
De todo esto deducimos que hay cinco protagonistas principales en la novela, aunque en esta historia intervienen casi un centenar de personajes; la gran mayoría de ellos existieron —o, al menos, llevamos 2.350 años creyendo que así fue—, y solo unos pocos han sido inventados para el sustento de la trama. De ese total al final de la novela se citan los más relevantes, tanto los ficticios (en cursiva) como los reales.
- Alejandro de Macedonia: hijo de Filipo y conquistador de todo el mundo conocido por los griegos al este del mar Egeo.
- Diógenes anciano filósofo que vivía con gusto en la miseria dentro de una tinaja. Hizo del cinismo algo más que una actitud: una filosofía y un modo de vida.
- Dioxipo, vencedor olímpico de pancracio y discípulo de Diógenes. Fue soldado de Alejandro y compañero de aventuras de Onesícrito. Los dioses le sonreían sin recato alguno.
- Caridemo nacido en la ciudad de Óreo, al norte de la isla de Eubea, fue en su juventud un mercenario al servicio de quien más pagara. En su vejez mantuvo esa convicción.
- Y por último Onesícrito de Astipalea refugiado en Atenas en la infancia, fabricante de flautas en la madurez, amante del mar toda la vida. Y Astipalea, su isla, su hogar, presente siempre en su mente.
Pero casi mejor voy a dejar hablar al autor que nos va a contar cosas muy interesantes. «Me encontré con el personaje de Caridemo de Óreo mientras buscaba a Onesícrito de Astipalea. Ambos individuos, a menos que se demuestre que la trama de esta novela tiene alguna base real, no tuvieron ninguna relación directa entre sí; fueron las fuentes clásicas las que me guiaron de uno a otro: en el recorrido por ellas, Onesícrito me llevó a Alejandro, Alejandro a Filipo, Filipo a Demóstenes, y Demóstenes a Caridemo. La vida de este sujeto merecería una novela propia: fue pirata, mercenario, asaltador, borracho y mujeriego. Llegó a gobernar Cardia de modo autocrático, burló y se rió de los atenienses como quiso, cambió de bando cuando le interesó, y engañó y traicionó sin pudor alguno. Y encima Atenas le premió con una corona de oro y la ciudadanía ateniense. Fue, en fin, un personaje ambicioso y sin escrúpulos solo preocupado por su propio beneficio.
De Onesícrito, en cambio, se sabe bastante menos. Y lo poco que se sabe no lo convierte en alguien especialmente interesante: se le cuenta como filósofo y como autor de libros de viajes, y ni en lo uno ni en lo otro destacó de manera particular. A decir verdad, la posteridad tildó la obra escrita de Onesícrito de fantasiosa, exagerada y falta de rigor. Y como filósofo no hizo sino seguir el camino de sus dos hijos, a quienes envió a estudiar a Atenas; allí se hicieron discípulos de un viejo desarrapado que vivía en una tinaja, y Onesícrito no lo pensó y viajó hasta allí para conocer a semejante ejemplar humano y absorber también sus enseñanzas. Aparte de estos dos apuntes, poco más se conoce de su vida.
¿Qué tiene entonces de especial un ser tan anodino, para convertirlo en protagonista de una novela? ¿Por qué lo escogí a él y no, por ejemplo, a aquel otro pendenciero y sinvergüenza, Caridemo de Óreo? Por una simple pero poderosa razón. Onesícrito posee un rasgo singular que lo hace incomparable a ningún otro individuo: es el nexo de unión entre el hombre más destacado, sobresaliente y audaz de su tiempo —y quién sabe si de cualquier otro tiempo—, y el más mísero, pobre y desahuciado. Es el vínculo, el elemento de conexión, entre Alejandro de Macedonia, conquistador sin parangón en toda la historia de la Humanidad, y Diógenes de Sinope, pobre entre los pobres que dormía en el interior de una vasija de cerámica. Onesícrito conoció a ambos: acompañó al uno en su expedición asiática y fue discípulo del otro, de quien al parecer devino alumno avezado. Onesícrito es el camino que conduce, pues, a Diógenes, y también a Alejandro. Eso sí es francamente llamativo.
Pero no menos llamativo es el hecho de que Alejandro y Diógenes se conocieran personalmente. El escritor moralista Plutarco y el biógrafo Diógenes Laercio —que vivieron en torno a los siglos II y III d.C.— fueron los primeros en transmitir la noticia de un encuentro casual entre el joven rey y el anciano filósofo. Esta novela arranca con una cita que emana de ese encuentro, el cual fue tan breve como lo es la propia frase que la describe; en cambio, el resto de sus páginas son el soportal bajo el que transcurre, fluye y se desarrolla la otra relación trilátera, la que conecta al filósofo, al monarca y al griego de Astipalea. El triángulo formado por Onesícrito, Diógenes y Alejandro preside, por tanto, toda la novela, y Onesícrito deviene así el caballo sobre el que el lector monta para recorrer esa estoa, ese pórtico que comienza con el filósofo zarrapastroso y acaba con el conquistador de ínfulas divinas.
Desde esta perspectiva, parece entonces que Onesícrito —el personaje novelesco, que del auténtico, como he dicho, bien poco se sabe— no tiene luz propia, no destaca en nada, no posee mérito alguno por sí mismo, aparte de servir de conexión entre aquellos dos extremos.
De hecho, sus rasgos físicos son vulgares, su carácter es apocado, nada en él es remarcable, salvo quizá que posee unos hermosos ojos azules. Azules como el cielo azul, o como el mar cuando proyecta su reflejo. ¿Y acaso tiene eso algo de particular? En realidad, no.
Pero sucede que los antiguos griegos, que hicieron del lenguaje la herramienta con la que edificaron una cultura que constituye los cimientos de nuestra civilización occidental; los griegos, que esgrimían y empleaban con increíble libertad la palabra oral —y también la escrita— como elemento básico para crear razonamientos, entablar discusiones o plantear cuestiones; los griegos, que tenían vocabulario y argumentos para todo; esos griegos carecían de una palabra con la que referirse al azul. Veían el color, por supuesto, pero no sintieron jamás la necesidad de buscar un vocablo con el que definirlo; para ellos el azul no era un color como tal sino una tonalidad más clara o más oscura de otros colores.
Tal vez comenzaran a plantearse la cuestión cuando vieron las murallas de acceso al templo de Marduk, en Babilonia, recubiertas de brillante lapislázuli; en cualquier caso, y al margen de los babilonios, la naturaleza no convidaba a esforzarse en definir un color que podía ser entendido y descrito sin problemas diluyéndolo en otros. Por ello en los textos de la Grecia Antigua no se menciona jamás el azul. Y, por ello, en esta novela tampoco. Lo cual no deja de ser curioso, pues uno de sus personajes principales presume precisamente de percibir no solo ese color, sino todas las tonalidades cromáticas del mundo que le rodea y de los seres que lo habitan.
Ese personaje es Melampo de Tesalia, otro de los actores importantes de la novela, a la altura incluso de la tríada Onesícrito-Diógenes- Alejandro. Pero, a diferencia de ellos, él no existió. Su nombre evoca al legendario y misterioso adivino que se cita de pasada en la Odisea de Homero, a quien el poeta Hesíodo dedicó el poema Melampodia hoy perdido, y cuyo nombre se utilizó para bautizar el eléboro negro como melampodio. El personaje Melampo une a sus facultades adivinatorias la capacidad de «percibir el color» de cada ser humano, identificar dicho color con un cierto carácter, comportamiento y cualidades, y generar a partir de todo ello una sensación de agrado o desagrado. La sinestesia o «conjunción de sentidos» es un fenómeno neuronal auténtico que afecta a ciertas personas —no muchas, según las escasas estadísticas que existen al respecto—, el cual les permite percibir colores cuando oyen algo, asociar sabores a ciertos sonidos, ver letras o números ante determinados estímulos que nada tienen que ver con las letras o los números… Es decir: tener determinadas sensaciones ante estímulos que en principio no se corresponden con ellas. El sinestésico Melampo intuye el carácter de las personas a través del color que emana de ellas; y el color que percibe en Onesícrito es, precisamente, aquel que ni él ni ningún otro griego es capaz de definir con una palabra. Eso es lo que, a ojos del adivino, hace extraordinario a Onesícrito.
Al margen de esto, Melampo es un hombre mántico versado no solo en las artes proféticas sino también en la magia negra, que es aquella que persigue perjudicar al prójimo. Los antiguos griegos fueron asiduos practicantes de este tipo de magia, consistente en la elaboración de maleficios a través de un complejo ritual en el cual eran pieza clave y esencial las llamadas tablillas de maldición. Estas láminas de plomo contenían signos, palabras e invocaciones litúrgicas grabadas con un punzón; posteriormente eran enrolladas, atravesadas con clavos y enterradas en tumbas o arrojadas a corrientes de agua, con la insana intención de atraer el mal hacia alguna persona, tal vez incluso solicitando su muerte. Melampo es hábil en ese terreno, pero también lo es como curandero, pues conoce las propiedades terapéuticas del reino vegetal, de las hierbas y las raíces. Se mueve con comodidad en ambos extremos, el bien y el mal, la sanación y la maldición, como lo hace también en los extremos que encarnan Diógenes y Alejandro, y también Dioxipo y Onesícrito, parecidos en ciertos aspectos pero con caracteres diametralmente opuestos.
Es, en fin, gracias a —o por culpa de— Melampo que el anodino fabricante de flautas Onesícrito de Astipalea emerge de su insulsez y deviene un individuo merecedor de protagonizar una novela, desplazando del papel principal al mismísimo Alejandro de Macedonia y afrontando una aventura en la que está en juego el destino del mundo, el cual, a decir verdad, le tiene un poco sin cuidado.
La historia de Onesícrito de Astipalea, como toda historia, no habría nacido de no haberse producido un cúmulo de circunstancias que la hicieron posible. En primer lugar, difícilmente habría existido si Flavio Arriano, Quinto Curcio Rufo, Diodoro de Sicilia, Pompeyo Trogo, Plutarco, Demóstenes y otros muchos escritores, griegos y no griegos, no hubieran decidido, hace muchos siglos, explicar los hechos del conquistador macedonio Alejandro Magno, e incluso mencionar algunos de ellos al buen Onesícrito de Astipalea.
Lee y disfruta las primeras páginas del libro.
El autor:
Luis Villalón (Barcelona, 1969) es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Es autor de varios ensayos sobre la antigua Grecia (La guerra de Troya, Alejandro en el fin del mundo, Los herederos de Alejandro Magno), así como de relatos de temática histórica premiados y publicados en varias antologías. En 2009 publicó Hellenikon, novela con la que obtuvo el premio Hislibris al mejor autor novel de novela histórica.
El libro:
El cielo sobre Alejandro ha sido publicado por la Editorial La Esfera de los Libros en su Colección Novela Histórica. Encuadernado en rústica con solapas, tiene 620 páginas.
Cómpralo a través de este enlace con Casa del Libro.
Para saber más:
https://www.facebook.com/caviluis