Revista Cultura y Ocio
Da miedo ver que no se lee o que no se escucha. De los demás evitamos el trato cercano, el íntimo. Leer es una actividad de riesgo. Escuchar también. Quien lee o escucha, se perturba. Se prefiere oír, que requiere una atención menor y no deja ninguna huella. Lo admirable es que siga escribiendo y se siga hablando. Que haya lectores y escuchantes. Que el lenguaje sobreviva y se expanda a su manera, a salvo de las tropelías que se le aplican, libre (cada vez más dificultosamente) del peligro de que se pudra y pervierta o de que se empobrezca y no cumple el cometido que tiene encomendado. Hay más libros que gente que compre libros y más conversaciones que gente que desee escucharlas. No se entiende que subsistan y medren en negocio las librerías. Se acabará entrando en ellas con tristeza, por verlas sin público, por advertir de primera mano el desolado paisaje de nuestra debacle como sociedad. Si no leemos es al caos adónde vamos. De cabeza. El caos como representación de nuestro estado de ánimo. Los libros son el termómetro de la vida de un pueblo. Da igual que haya escritores (lectores inversos) mientras no haya quien lea (escritores inversos). Se lee poco porque no se prestigia la lectura. Se escucha poco porque no hay quien desee saber más de la cuenta. Es el saber el que ha perdido su cetro. No sabemos en qué recayó, qué disciplina recogió el relevo. Debería existir una asignatura en la que únicamente se aborde la animación a la lectura. En la escuela, en casa. Leer es la llave que abre cualquier puerta. No hay ninguna que no se franquee con la lectura. También podría cuadrar en este bosquejo de Resurrección Cultural la asignatura de escuchar, no solo la de hablar, la malhadada retórica que ahora han adherido al currículum como si hubiesen descubierto la cura del cáncer o como si los maestros la hubiésemos olvidado o no la acometamos con ahínco y entusiasmo en el aula, cada cual con sus mejores propósitos y sus más motivadoras actividades. Todo estriba en ennoblecer (en prestigiar, en hacer amar) el lenguaje. Es la única casa posible. Las palabras están perdiendo su asiento antiguo. Y de ahí el infierno a la vista, su espectáculo de llamas y de ceniza, su tristeza de ignorantes. El infierno aceptable, el del fuego manso, el invisible, el inapelable, el infierno doméstico del que no se tiene conocimiento y que nos zahiere y rebaja. Tal vez convenga este desánimo en la cultura, visto que no se implementan medidas (no siempre es así, hay iniciativas admirables en la clase política) ni se pone en valor (expresión muy quemada por esa nómina pobre de políticos) la empresa de construir una sociedad más solidaria y tolerante y, sobre todo, lectora. El cielo son los libros.