Revista Cine

El cine que no vimos/LII

Publicado el 20 junio 2013 por Diezmartinez
El cine que no vimos/LII
Presentada en Edimburgo 2012, Locarno 2012 y Gérardmer 2013 –en este último festival ganó tanto el Premio Especial del Jurado como el Premio de la Crítica Internacional-, Berberian Sound Studio (GB, 2012), segundo largometraje de Peter Strickland (alabada opera prima Katalin Varga/2009, inédita en México), se exhibió fugazmente en nuestro país en el FICUNAM 2013. Por supuesto –y escribo “por supuesto” porque con la política de distribución que tenemos en México no podría ser de otra manera-, la película no ha merecido -ni merecerá, dijera Don Teofilito- estreno comercial de ninguna especie. Roma, años 70s. Proveniente de Surrey, llega al Estudio de Sonido Berberian del título original el ingeniero en sonido Gilderoy (perfecto Toby Jones), un tímido y atildado inglés, quien ha sido contratado para realizar los efectos sonoros de cierta baratona película de horror en la que hay brujas, duendes, violaciones, achicharramientos, puñaladas y sangre a borbotones, pues la época y la fórmula (el giallo al estilo de Argento o Fulci) lo obligan. Gilderoy es el perfecto pez fuera del agua. No congenia con el comportamiento de quienes lo rodean –la sangrona secretaria, el director mujeriego, el mandón productor, el anciano técnico con cara de pocos amigos-, no puede hacer que le re-embolsen el costo del boleto de avión que pagó para llegar ahí, y no entiende por qué lo contrataron para hacer una película que le resulta francamente repugnante. En la medida que la sonorización del giallo avanza, entre apagones inoportunos, problemas técnicos varios, disputas menores o mayores, más la rebelión –y sabotaje- de una de las actrices, Gilderoy empieza a perder la compostura y la cabeza. Así, en la mente y en los sueños del pobre ingeniero de sonido, se (con)funden realidad y fantasía: la violenta película que está sonorizando y su propio estado de ánimo crecientemente trastornado. La película misma se contagia de los desequilibrios de Gilderoy, de tal forma que en su última parte, Berberian Sound Studio se transforma, en algunos instantes, en una extraña cinta de horror fantástico/psicológico. En el mejor momento del filme, Gilderoy se ve a sí mismo proyectado en unos rushes y tiene que luchar consigo mismo, como si estuviera en el centro de algún relato cortazariano en el que el observador se convierte en el observado. Berberian Sound Studio funciona también como una especie de La Noche Americana (Truffaut, 1973) de los efectos sonoros de la ya casi anacrónica época analógica: nunca  vemos la película italiana de horror que Gilderoy está sonorizando, pero sí cómo logra todos los efectos. Es decir, las frutas aplastadas, el agua hirviendo, los gritos histéricos, las hojas arrancadas de los rábanos. Gilderoy es un virtuoso: con sus manos y viendo fijamente la pantalla, el tímido ingeniero, incapaz de matar una arañita, apuñala, hierve, decapita. Una virtud muy extraña. Pero por eso mismo está en el negocio del cine. Como el director Strickland, de hecho. 

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