Revista Cine
La Grande Bellezza (Italia-Francia, 2013), sexto largometraje del consolidado cineasta italiano Paolo Sorrentino (Le conseguenze dell'amore/2004, El Divo/2008), inicia con una escena que, de alguna manera, advierte lo que se verá en los siguientes 142 minutos.
Un grupo de turistas se pasean por la milenaria Roma y uno de ellos, extasiado/agotado por "la grande bellezza" de la ciudad de los césares, se desmaya (¿o de plano se muere?). No importa: lo que sucede es que el turista de marras no puede con la inabarcable Roma. A ratos, uno siente lo mismo que ese pobre tipo: esta película es demasiado. Pero que conste: no es queja. Es una simple confirmación de los excesos a los que se entrega (y nos entrega) el cineasta napolitano.La película ha sido comparada, inevitablemente, con la inalcanzable La Dolce Vita (Fellini, 1960) y Sorrentino, supongo, es consciente que no tiene sentido negar la fellinesca cruz de su parroquia. Como ya sucedía en El Divo -con citas de Coppola, Scorsese y, de nuevo, Fellini-, el cineasta no esconde tampoco aquí sus influencias: al contrario, las asume y retrabaja sin empacho alguno.Después del citado prólogo, estamos de lleno en la fiesta de cumpleaños número 65 de Jep Gambardella (el actor fetiche de Sorrentino, Toni Servillo), una especie de Marcello Rubini del nuevo siglo o, si quiere usted, una suerte de Carlos Fuentes a la italiana: un intelectual y escritor de suprema elegancia, de inapelable seguridad, cuya presencia es necesaria en cualquier reunión que pretenda ser importante. A pesar de que Gambardella no ha escrito un solo libro desde su exitosa novela "El Aparato Humano", 40 años atrás, es tomado por toda la intelligentsia italiana como el arbiter elegantiarum de su tiempo, el Petronio de la era Berlusconi. Nadie puede prescindir de él ni de sus fiestas.La apoteósica puesta en imágenes de la pachanga -cámara del fotógrafo habitual Luca Bigazzi- nos ubica de lleno en el caos que rodea la vida social de Gambardella y, al mismo tiempo, la soberana tranquilidad con la que él se mueve, sin permitir que nada ni nadie lo (con)mueva. Así pues, en la enorme terraza de su departamento, frente al milenario Coliseo construido por el emperador Tito y mientras todo mundo baila al ritmo de Bob Sinclair y Rafaella Carrà ("Far l'amore"), alternando con un mariachi que sale de quién sabe dónde y terminando con la ejecución coreográfica de ese gran clásico guapachoso que se llama "Mueve la Colita", Jep se deja besar por hombres y mujeres, baila sin perder nunca la compostura y, como quien no quiere la cosa, con la seguridad de quien se sabe indispensable, prende un cigarrillo mientras todos a su alrededor se descoyuntan.Gambardella ha jugado el mismo papel en los últimos 40 años, desde que llegó a Roma -¿como Marcello Rubini, como el propio Federico Fellini?- y a estas alturas del juego es imposible separar al ser humano del personaje. Aunque la noticia de la muerte de la única mujer que alguna vez amó lo sacude, no es claro que esa pasión juvenil pueda realmente transformarlo. Sorrentino que, sin duda, admira a su personaje, no deja de verlo desde la distancia, con la suficiente ambigüedad, por ejemplo, para no dejarnos saber si su llanto en cierto funeral es realmente espontáneo o un muy calculado y egoísta rompimiento de sus propias reglas de etiqueta ("En los funerales nunca hay que llorar si no se es deudo directo; es de mal gusto robarle la atención a los familiares del fallecido").La película, construida como La Dolce Vita, a través de una sucesión de episodios en los que Gambardella aparece como protagonista/testigo, no pierde la oportunidad de la sátira eclesiástica -otra vieja tradición fellinesca-, con ese cardenal papable que no sabe más que de recetas de cocina o esa centenaria monja y futura santa, la Madre María (Giusi Merli, cual Madre Pasita de Calcuta) que come solo raíces, aunque estos dardos resultan más bien romos frente a esa crónica de una sociedad del espectáculo y/o intelectual (pero, ¿hay alguna diferencia?) que no parece tener otra preocupación que la siguiente fiesta, la siguiente cena, la siguiente reunión, el siguiente baile. Al final, pareciera que Jep ha re-encontrado el camino. Pero no hay que estar tan seguro. En una de esas, no puede resistir la siguiente pachanga, con todo y la nueva versión de "Tu Vuò Fa L'Americano" a todo volumen.